No me sentía muy a gusto estando allí. Era la mansión de Lubi, mi mejor amiga. Se encontraba a cinco kilómetros del pueblo. Era un lugar que parecía glorioso a la vez que espantoso.

Una verja gigante la cercaba. Tenía un jardín extenso, decorado con arbustos en forma de elefantes o jirafas, así como una excelsa fuente que no paraba de fluir, enfrente justo de las escaleras de la entrada. Detrás de la mansión había un pequeño estanque natural donde colocó una estatua de un ángel. Más allá: bosque.

Ocho escalones subían hasta el hall de entrada. Cubierta de mármol y sostenida por columnas jónicas, la puerta que daba a la entrada estaba hecha de roble y ornamento dorado. Dentro…. dentro era devastadora. Una escalera de caracol llevaba hasta el piso de arriba, donde estaba la habitación de Lubi

La mansión, blanca, se basaba en dos vastas plantas con dos alas y una especie de ático. En la primera planta estaba el hall, sobresaturado por una alfombra roja, cuadros y una lámpara de araña. A la izquierda un salón con chimenea, sofás y librería. Más allá un comedor con una mesa alargada y más lámparas de araña. A la derecha del comedor, es decir, justo detrás del hall, un invernadero que se extendía hacia el jardín posterior, con plantas de todos los tipos que yo no supe reconocer. Sabía lo que era una margarita y gracias. A la derecha del invernadero, la cocina. Los sirvientes se cansaban yendo de un extremo al otro de la mansión para servir la comida, pero así es como se había dispuesto. Y a la derecha del hall, una sala donde relajarse y ver la televisión.

La mansión tenía un pequeño sótano que no pude ver, y la planta de arriba se basaba en habitación tras habitación.

Ah, y qué decir del baño, situado entre el hall y el invernadero. Qué decir de su jacuzzi, hidromasaje, bañera, retrete más cómodo que el colchón viejo sobre el que yo dormía…

El baño ya era casi más grande que mi propia casa.

Subimos a la planta de las habitaciones, donde descargué mi maleta tras maravillarme por los pasillos extensos. Alfombras exquisitas, estampados cálidos, lámparas antiguas, cuadros de retratos de antepasados. Aquello no daba miedo, sino que te invitaba a quedarte mirándolos maravillándote con su belleza soberbia. Y llegamos hasta el cuarto de Lubi. No me enseñó el resto de habitaciones. Vivían empleados, familiares y cuartos de invitados. Pero yo dormiría con ella. En su cuarto lo tenía todo. Una televisión de plasma, consolas, ordenador cuyos componentes eran los últimos en salir al mercado, peluches… Las paredes estaban pintadas de color rosa, el colchón de su cama doble también era rosa, así como la moqueta. Todo era de color rosa en aquella habitación. Lo mejor era la chimenea que tenía. Un cristal la tapaba para que no saltasen las chispas. Detector de humo al lado y aspersores en el techo, por si acaso. Seguramente no les importase perder la televisión. Podrían comprar millones como aquélla.

Abrí su guardarropa. Era inmenso. Ocupaba una pared entera de ocho metros de largo. Llena de abrigos cuyo precio no bajaba de los cien euros. Y eso el más barato. Plagada de zapatos, ropa, complementos… La envidia se apoderó de mí. Creo que la mitad del armario sería el salario de mis padres durante un año trabajado. Y por eso me sentía incómoda. Como un pez fuera del agua.

–Esto es demasiado para mí… –dije.

–¿Por?

–Estoy acostumbrada a vivir en mis noventa metros cuadrados. Tu cuarto casi es más grande que mi casa. Bueno, ¡tu baño ya lo es!

Se rio.

–Boba, ¿y por eso te sientes mal?

–Mírame, estoy verde de envidia.

–Jaja, no te preocupes. Nosotras conseguiremos más que todo esto.

–¿Que? ¿Cómo? Tras la carrera como mucho ganaremos tres mil euros al mes siendo positivas.

–No pienses en este país. Piensa en expandirte hacia el mundo. Aprenderemos idiomas, conoceremos gente, invertiremos en nuestro propio negocio. Yo pongo el dinero si hace falta, no te preocupes. La cuestión es que necesito tus conocimientos y tu complicidad.

–¿Y eso?

–Es difícil confiar en nadie hoy en día.

Razón no le faltaba.

–¿Entonces…?

–¿Sí…? –me preguntó con su mirada pícara y traviesa. Era realmente guapa. Medía metro setenta y cinco. Su pelo caía en melena hasta casi sus nalgas respingonas. Era de color castaño oscuro. Tenía una sonrisa atractiva, cejas con personalidad, ojos castaños claros y pechos bien formados. Sus curvas eran de espanto. A veces incluso me atraía a mí. Llevaba gafas redondas y negras. Casi como una hipster. Aunque ella realmente veía mal. Algún fallo debía tener… Tanta perfección me saturaba. Me eché el pelo hacia atrás. Yo era más sencilla. Mi piel era blanca. La suya dorada. Mi pelo negro hasta los hombros. Mis ojos negros. Tenía casi su misma figura, aunque no tanto pecho. De cara siempre me dijeron que yo era más bella. Mi nariz era alargada y achatadilla, la suya más redonda. Mi cara afilada, la suya ovalada. Si nos tuviera que comparar con animales diría que ella era una tigresa, y yo una conejita. De aspecto, vaya. Bueno, y en actitud. Ella era implacable. Yo más cohibida y tímida. Metió sus manos en mi maleta y sacó el pijama. Me lo lanzó y me dijo:

–Venga, póntelo. No nos lo vamos a quitar en tres días.

–Hala, no seas cerda. Tendremos que cambiarnos, ¿no?

–¡No! –rio

Las dos estábamos bastante flacas. Yo porque mi metabolismo me impedía engordar. Ella estaba obsesionada con hacer ejercicio. Se le marcaban un poco los abdominales. Así ella estaba más definida que yo. Pero eso no nos echó atrás aquella tarde-noche para hacernos con un cuenco de palomitas y una tarrina gigante de helado.

Ella vivió en el pueblo durante quince años. De un día para otro su familia pegó el bum y compraron esa mansión. No sé cómo sucedió exactamente; Lubi nunca fue clara respecto al asunto. Vivieron como dioses sin faltarles de nada. Según ella, invirtieron donde debían a la hora apropiada. Y entonces se vino aquí a vivir. El chófer la llevaba siempre hasta la universidad hasta que comenzó a llevarme a mí también. Estudiamos juntas desde los tres años. Yo repetí un curso, y ella repitió a posta también para esperarme. Era mi mejor amiga, sin duda. Y el dinero la cambió, claro que sí, pero no vi que la cambiase a peor. No era pedante o altiva. Se la veía un poco pija, pero era normal.

–¿Sabes qué me pone de tripi? –me dijo. –Los cuadros ésos del pasillo. Los teníamos en el ático cuando vivíamos en el pueblo. Odiaba verlos. Parece que te observan. Pero ahora que tenemos espacio de sobra los cuelgan por allí, como si hubieran sido personas importantes o algo.

–Bueno, fueron tus antepasados.

–Claro, como si mi tataranieto se fuera a acordar de mí, o como si yo le importase lo más mínimo.

–Por supuesto que le importarás. Serás la cofundadora de una de las mayores empresas del mundo.

Reímos. Yo no acababa de creérmelo, pero junto a ella todo era posible. Estábamos estudiando una ingeniería de caminos las dos juntas. Nos quedaba sacarnos el máster. Pero habíamos decidido tomarnos un año de respiro. El pasado apenas disfrutamos de la vida. Y éramos jóvenes. Teníamos que disfrutar del mundo.

Decidimos pasar un par de semanas sabáticas en su mansión. Saldríamos de fiesta en tres o cuatro días, a ver qué surgía. Y mientras tanto todo el día viendo pelis y jugando en su cuarto. Cuando ella me decía que íbamos a tener todo eso me emocionaba. No podía esperar. Disfrutar de la conformidad del hogar. Yo siempre había sido muy casera. Vivir en esa mansión podría ser mi aspiración máxima. Me estiré con confianza y me relajé en su cama. Se tiró a mi lado y me sonrió:

–No te preocupes, no entrará nadie. Hagamos como cuando éramos pequeñas, ¿vale?

–Vale.

No me invitó en diez años a su casa. Estuvieron de reformas y reconstrucciones. Pero en ese tiempo no hizo más que seguir acumulando riquezas. Lubi estaba teniendo la mejor vida posible. Lo que desconocía en aquellos momentos era que una especie de maldición acechaba en la casa. Lo que no sabía es que, en sus rincones más oscuros, las tinieblas estaban contemplándonos.

Un escalofrío me puso nerviosa. Miré hacia los lados, con la paranoia encima. Lubi saltó de la cama y echó el pestillo. Me sonrió. Entonces le pregunté:

–Juraría haber visto una tercera planta. ¿Qué hay ahí?

–Ah, no gran cosa. El ático. Y bueno, el sitio de cada uno.

–¿Sitio de cada uno?

–Sí, nuestros pequeños santuarios. Mi padre toca el violín allí. Mi madre pinta.

–¿Y tú?

–¿Yo? No hago mucho. Ya tengo mi cuarto. Pero está bien ir y desahogarse un poco.

–¿Cómo te desahogas?

–¿Quieres verlo…? –me miró mordiéndose los labios y sonriéndome. Emití una risilla chirriante. Me hizo más gracia y seguí riéndome como una tonta. Lo cierto es que me sacó los colores. Ya supuse lo que haría allí. Pero pensé: “nada que no pueda hacer en su cuarto”.

–¿Escondes el porno allí?

–Escondo muchas cosas. Cuando salgamos de fiesta, si hay buena caza, te lo enseño.

–Uh…

Se rio. Era abierta sexualmente. Cualquiera podría llamarla guarra, pero ella se aseguraba que los chicos con los que yacía no fuesen los típicos cerdos que van presumiendo de su victoria. Tenía un don para ello. Por eso casi nadie sabía que se había acostado con más de diez hombres en cinco años. Yo solamente con uno, y no había salido muy bien la cosa. Además otros solían inventarse chismes y me tenían por un poco fresca. Era lo malo de vivir en un pueblo de paletos donde se dejan llevar por los rumores y el “qué dirán”. Pero estando con ella nada importaba. Y lo mejor es que cuando nos fuéramos de fiesta sería lejos, a la ciudad. Total, teníamos chófer…

Estaba nerviosa. Casi nunca bebía. En dos copas ya estaría dando tumbos como una alcohólica reincidente. No obstante el momento era lo que contaba. Encendimos la tele. Íbamos a ponernos una peli, pero mientras la preparábamos se quedaron las noticias. Sí, típico canal predeterminado de cuando enciendes la televisión. E iban a dar el tiempo cuando Lubi alzó el mando para cambiar de canal. La detuve y le dije:

–Espera, a ver cómo va a hacer.

Al día siguiente, soleado. Llovizna por la noche. El segundo día, la llovizna seguiría. Y el tercero caería una tromba insoportable. El día de nuestra fiesta todo se iría a la mierda. Nos quedamos desencajadas. La miré y le pregunté:

–¿Qué hacemos?

–¿Salimos mañana?

–Buf, qué remedio, ¿no?

–Pues sí. Caerán cuatro gotas pero mejor que la hostia que va a dar.

–Oye, igual se equivocan. Suelen equivocarse, ¿no?

–Suelen…

–Mejor no arriesgar.

–Mejor no. Mejor.

Nos tumbamos bocarriba sobre la cama. Respiramos tranquilamente mientras le metíamos mano a la tarrina de helado. Pronto se nos derretiría.

–Estamos en pleno invierno, es lo que tiene. Lluvias y más lluvias. –dijo.

–Sí… Bah, vamos a ver la peli. Mañana decidimos, no importa el qué. Improvisaremos.

–Eso me gusta de ti. Calculadora, ordenada, pero también improvisadora.

–Soy caos. –le dije con sorna. Le robé una sonrisa. Nos tumbamos sobre la cama y vimos la televisión en sus altavoces envolventes. La habitación estaba insonorizada conque podíamos hacer muuucho ruido. Qué placer de lugar. Qué placer de vida llevaba…

Sin embargo escuché un ruido de fondo. Al principio no le di importancia. Después, pensé que era de la película. Luego, de alguna otra habitación. Y así transcurrió media hora en la que solía escuchar aquel sonido extraño, como de un cuerpo arrastrándose, o un chirriar de dientes. Entonces me di cuenta de que no podía venir de otra habitación si estaba insonorizada. Me asusté. Me abracé a Lubi.

–Isis, ¿estás bien? ¿Te da miedo Jim Carrey?

Estábamos viendo una película de risa, sí, pero yo estaba asustándome.

–¿No oyes eso?

–¿El qué? –me preguntó pausando la peli y agudizando el oído.

El ruido se acrecentó. Podía oírse de fondo. Alguien arrastrándose mientras hacía rugir a sus dientes. Tantos escalofríos y sugestión me empañaron de lágrimas los ojos. Ella agarró su móvil y dijo:

–Lo siento, es mi sonido de wassap. Ahora lo quito.

–¿Qué? ¿En serio? ¿Cómo coño puedes tener eso de alarma?

–Hay cosas en esta vida que es mejor no saber.

Me lo tomé a broma, pero no lo era. Su semblante estaba serio. Y fue aquél el primero de los momentos en los que me arrepentí de haber ido.

 

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