La leyenda de la sirena trata sobre una bella muchacha de ojos azules oriunda de Castro Urdiales que iba todos los días a mariscar a la playa. Para encontrar cangrejos, se posicionaba en los lugares más peligrosos y apartados de los acantilados, donde nadie se atrevía a ir y donde más abundante era la colecta. Mientras trabajaba, entonaba canciones junto al ritmo de las olas, mirándose en un pequeño espejo hecho de nácar. Por otro lado, su madre siempre la esperaba preocupada debido a que sabía a qué peligros se enfrentaba su hija. Siempre volvía a casa con una alegre melodía discurriendo de sus labios, alegre por la cantidad de marisco que recogía. Sin embargo, su madre siempre la regañaba advirtiéndole del peligro que corría. Consejos a los que la muchacha hizo oídos sordos.
Un día, cuando la muchacha volvió a casa, la madre de nuevo la regañó y, en el albor de la discusión, la maldijo con la siguiente frase: ¡Así permita el Dios del Cielo que te vuelvas pez!
Al día siguiente, la muchacha volvió a trabajar, subiendo por el acantilado. En ese momento, se le resbaló de su bolsillo su espejito de nácar. La joven lo buscó con su mirada y, cuando se inclinó, se desbalanceó y cayó al mar. A pesar de que las olas estaban agitadas, pudo nadar con facilidad y llegar hasta las rocas, mas cuando intentó ponerse de pie sobre ellas no pudo, pues sus piernas se habían convertido en una cola larga. Se convirtió en sirena. Era su castigo por desobedecer a su madre.
Desde entonces, la sirena utilizaba sus cantos para prevenir a los marineros en días de niebla o por la noche su acercamiento al acantilado con riesgo de colisión. La sirena prontamente fue famosa y reconocida por todos los marineros de la zona. Un día, mientras un marinero pescaba sintió en su red una gran presa. Tiró y se dio cuenta de que había pescado a la sirena. Se enamoró de su hermosura de tal manera que no pudo contenerse y besó sus labios. En ese momento, la sirena abrió los ojos y se convirtió, otra vez, en mujer. El marinero la llevó hasta tierra, donde le pidió matrimonio. Ella, feliz por haber recuperado su condición humana, aceptó.
Sin embargo, la joven no era feliz. Extrañaba cuando era libre en el mar, jugando con las olas y cantando. Por ello, cada día iba al acantilado para matar las horas mirando al mar. Uno de esos días, se percató de un objeto que brillaba entre las piedras debido al reflejo de la luz del sol. Investigó y descubrió que se trataba de su espejo de nácar. En él, vio su bello pero triste reflejo. Recordó el día en que lo perdió y, para su asombro, sus piernas volvieron a convertirse en una cola. Fue arrastrada por las olas hacia el mar, y ella recuperó su libertad. Se dice que su esposo, entristecido por la desaparición de su esposa, se quitó la vida lanzándose desde la parte más alta del acantilado.
Desde entonces, y como antes, en los días de niebla y oscuridad, un dulce canto previene a los barcos de la cercanía de los acantilados.