Otro viernes que me quedaba sola. Por una parte era emocionante. Por otra… echaba en falta a mi familia, aunque no quisiera reconocerlo. Solía ser muy orgullosa. Mis padres estarían en el pueblo hasta el domingo, junto a mi hermana. Yo me quedaba sola por problemas del destino. Lo prefería, sí. Tenía la casa para mí solita. Y ya no tenía pareja. No, me abandonó hace tiempo. Habría estado bien invitarlo a quedarse conmigo todo el fin de semana, viendo juntos películas y jugando videojuegos hasta las tantas de la mañana. Pero no iba a ser posible. Me tuve que contentar con mi gato Mishi. “¡Hola, bonito!” le dije mirándolo en su cojín especial. Se había hecho una bola y ronroneaba plácidamente. Quise acercarme para aplastarlo contra mi pecho y matarlo a mimitos, pero siempre me rehuía. Maldito gato…

Mi casa no era muy grande. Tres habitaciones, un baño, cocina y salón. No era gran cosa, pero suficiente para ser cuatro. Cuatro y un gato muy vago. Bajé las persianas. Nubes amenazaban una tormenta. Odiaba los truenos. Me asustaban más que los rayos en sí mismos. Encendí una luz tenue de la lámpara, la cual se hallaba en una esquina. Parpadeó varias veces hasta que me acomodé en el sofá, con un cuenco en el regazo y una bolsa de palomitas sin hacer en mi mano derecha. Menos mal, no me apetecía estar regulando la bombilla. Suspiré, y encendí la televisión. Fallos, cómo no. Interferencias, o lo que fuera. Se apagaba, se encendía, se apagaba, se encendía. Igual que la luz al principio. Aquella casa apestaba. ¿Era tanto pedir un momento de comodidad? Sé que es pecado quejarse de cosas con las que otros no pueden ni soñar, pero… ¡por favor! Di varios puñetazos en el cojín, alertando al gato. Su rabo apuntó hacia el cielo y su cuerpo se puso en guardia. Maulló en mi dirección. Vale, vale, ya te dejo en paz, vuelve a dormir.

¡Que vuelvas a dormir, gato!

El estúpido se había quedado mirando en mi dirección. Lo que más me perturbaba era que no me estaba mirando a mí directamente. Sus ojos estaban como perdidos. Retrocedió varios pasos y se marchó del salón. ¿Tanto te asusté? Lo siento.

Qué boba era. Impetuosa, impulsiva, arrepintiéndome después de pecar. Lo siento, Mishi. Si vuelves no te molesto más.

¿Qué digo yo? ¡Lo que faltaba! Si el gato nunca hacía nada. Por que se asuste una vez no pasa nada. Nada, nada en absoluto. La lámpara se había vuelto loca parpadeando, y la televisión ya era invisible. No en el sentido de transparente, sino que quien lo viera tendría ataques de epilepsia, aun sin ser epiléptico. ¿Qué estaba sucediendo?

La persiana tembló. El viento la empujaba. Gotas cayeron, pero apenas fue una ráfaga. Ya me estaba poniendo nerviosa. Apagué la lámpara y miré hacia la tele fijamente. Poco a poco se fue sintonizando. Seguían saliendo más píxeles y rayas blancas y negras que otra cosa, pero se podría decir que me había acostumbrado a verla así. Encontré una película entretenida y en el primer intermedio fui a hacer las palomitas. Era mi ritual. Tener el cuenco en la mano hasta que me entrase hambre e ir a hacerlas. Pero cuando me posicioné enfrente del microondas mi corazón se congeló. Éste estaba abierto. La puerta se balanceaba como si fuera a partirse en cualquier instante. Un relámpago iluminó el cielo en el fondo. La de la cocina era la única persiana sin cerrar. Cinco segundos después, un trueno. Estaba lejos, pero pronto se acercaría. Temblé. Dejé las palomitas y el cuenco a un lado y cerré la puerta del microondas. Sonó el timbre de la casa. Me giré de súbito. Solamente la luz de la cocina estaba encendida. Miré el pasillo. Infinito, oscuro, tétrico. Paso a paso fui sumergiéndome en éste. Si encendía la luz, revelaría presencia en casa. Si la dejaba apagada, me autosugestionaría pensando que hay algo acechándome. Me armé de valor hasta asomar el ojo por la mirilla. Suspiré tranquila, aliviada. Era la vecina de enfrente. Llamó de nuevo al timbre. Fui a abrir cuando el pomo de la puerta se escurrió entre mis dedos. No tenía ni fuerzas para abrir. Ella se alejó, quitándoseme las ganas de intentarlo de nuevo. ¿Qué me había cansado tanto? Agité la cabeza. Imposible, imposible, imposible. ¡Fuera! ¡Fuera fantasmas, fuera!

Pegué dos zancadas hasta mi cuarto. Antes de dar la luz vi una lámpara de lava con forma de corazón, siempre encendida, iluminando al gato, que tenía su cabeza fijada enfrente de él, de espaldas a mí. Miraba… una foto mía que tenía colgada en una estantería. ¿Por qué? Encendí la luz, que parpadeó al igual que la del salón. El gato giró su cabeza, mirándome con su mirada felina penetrante. Pero… miento, no me miraba a mí. Otro rayo. Todas las luces se apagaron, y de pronto sonó el trueno. El gato tuvo los ojos clavados a algo que se hallaba suspendido encima de mí. Algo que me acechaba, que estaba justo detrás. Algo cuya respiración pude sentir en mi cuello, provocándome escalofríos. No quise girarme. Estaba paralizada por el terror. No quería verlo. No quería girarme. No quería saber qué era. No quería. Quería estar metida en la cama, con la luz encendida y las mantas tapándome. Con los armarios, la puerta y la parte de abajo de la cama bloqueadas. Pero no, estaba de pie, con un gato enfrente de mí cuyos ojos rayados brillaban en la oscuridad, mirando a algo detrás de mí. La primera luz en encenderse cuando volvió la electricidad fue la de lava. Después, la del techo, parpadeando. Aproveché para pegar un salto hacia delante y girarme bruscamente. Quien o que fuera lo que me acechaba… no debía temerlo. Debía mirarlo a los ojos y…

Por Dios, era una araña. Una asquerosa araña, que colgaba de su tela y que se había posicionado justo detrás de mí. Una pequeña corriente la balanceaba. ¿Sería por eso que sentí una respiración? Miré a Mishi, inculpándolo. Pero no. El gato no miraba a la araña, pues giró de nuevo su cabeza hacia mí y… tampoco sus ojos me miraban. Miraban a algo más. ¿Qué sucedía, gato? ¿No sabías verme? ¿O no era merecedor de ti? Opté por no hacerle caso y despreocuparme. Apagué la luz y me dirigí hacia el baño. Una ducha relajante sería lo mejor. Cerré la puerta detrás de mí con pestillo. Di la luz. La pequeña y ligera luz del baño. Más íntima y…

Vaho. Vaho en el espejo. Aún no había abierto el grifo y ya había vaho. Me acerqué. Deslicé mi dedo en él para escribir mi nombre y un corazón. Lo que no me pasase a mí no le pasaría a nadie. Abrí el grifo con la máxima temperatura posible y me metí dentro de la ducha. Apenas sentía el agua. Yo… estaba tensa. Algo no cuadraba. Me estaba preocupando. ¿Y si el gato miraba a algo más que estuviera junto a mí? ¿Y si miraba algo que solamente él pudiera ver? Una sombra, un espíritu, un demonio. Dejé el agua cayendo. La luz parpadeó otra vez. No. No quería quedarme a oscuras en el baño y con la puerta trancada. No, no, no. Cerré el grifo rápidamente y salí corriendo. ¿Pero ahora a dónde podía ir? Todo estaba a oscuras. Si daba una luz, ésta pugnaba por apagarse. Me rehuían. Espera, ¿a mí? ¿O a lo que hubiera entre las sombras?

Esconderme en el cuarto bajo las mantas parecía la mejor opción. Estaba atacada. La mera paranoia causaba estragos en mi mente. Era ella quien alimentaba mi miedo. “Cuidado, detrás de ti”, me decía. Yo me giraba. Y o no había nada, o no lo veía, pues las luces se apagaban. Solamente oscuridad. Oscuridad a mi alrededor. Corrí por toda la casa, escondiéndome en lugares en los que, tras agacharme y taparme, pensaba: “¿Qué me ha traído hasta aquí?”. No podía más. Mi mente confusa se evadía por momentos. Estaba mareada. Maldición, solamente quería tranquilidad. Para un día que estaba sola y me lo pasaba haciendo el tonto. No aguanté. Lo mejor sería dormir. Con el día podría pensar con más claridad.

Entré en mi cuarto. No tenía pestillo. Coloqué una silla enfrente de la puerta y me eché en la cama. Aquellas luces de lava no parpadeaban. Flotaban sus partículas luminosas dentro de la lámpara. Era un placer quedarse mirándolas fijamente. Relajaba. Los párpados iban cayendo. Mi mente distrayéndose. Yo…

Miré hacia el gato. Aquel maldito gato miraba hacia mí. Sus ojos estaban posados por encima de mi cuerpo. Algo estaba encima de mí. Sí, yo podía sentirlo. Podía sentir su presencia. Podía sentir su hambre. Podía sentir su oscuridad cerniéndose sobre mí. Su respiración, sus rugidos, su hambre, su tétrica mirada. Sin embargo yo tenía demasiado sueño. No pude moverme. Me quedé paralizada. Mis ojos, abiertos, miraban hacia el techo en la misma dirección en la que la mirada del gato se posaba. Y lo peor era saber que había algo allí y que no podías hacer nada para evitarlo. Ni huir, ni gritar, ni luchar. Simplemente estar paralizado esperando tu inevitable destino. Y éste llegó. El gato maulló y sin poderlo remediar mi mente se abstrajo, perdiéndome en el olvido…

¿He…? ¿Lo he logrado…? ¿Estoy viva…?

Preguntas tontas. Me levanté con dolor de cabeza. Ya era por la mañana. Abrí la persiana esperándome un sol. Sin embargo pareció entrar más oscuridad, como si ésta poseyera fuente propia. Yo… ¿Qué había pasado?

Fui a la cocina. Necesitaba comer. Abrí la nevera. Sin embargo al ver la comida se me cerró el estómago. Quise vomitar, pero no había nada que vomitar. ¿Qué me sucedió la noche anterior? ¿Qué sucedió en sueños?

Tambaleé. Estaba debilitada. Como si tuviera fiebre. Era un sentimiento de impotencia. Me sentía inútil, inservible. Un estorbo. Al agarrar las cosas éstas escapaban de mis manos. No podía sostenerlas más de tres segundos. Estaba tan mareada que en ocasiones mi cuerpo caía al suelo, desfallecido. Me intentaba arrastrar, pero no podía. La percepción del tiempo se distorsionaba. El reloj de pronto marcaba las tres como marcaba las dos para después marcar las cinco y finalmente marcar las doce. Un mareo tras otro. Si me levantaba, rodaba por las paredes hasta caer de bruces contra el suelo. En ocasiones el gato se paseaba a mi lado, evitándome. “Mishi, eres el único que puede ayudarme, ¿y me huyes? ¿Por qué…?”. El maldito se quedó a cuatro metros de mí, con la cabeza ladeada y meneando el rabo. “Maldito animal. No puedes ni echarme una mano por caridad. Ni una caricia o apoyo, no. Sólo sabes pasar a mi lado o saltarme para luego mofarte de mí. Las… pagarás…”. Me puse de pie decidida a agarrarlo. Sin embargo él corría mucho. Salió disparado. Era un gato listo.

Yo lo seguí detrás hasta que vi la puerta de la calle. Oh, si salía alguien podría ayudarme. Llevarme al hospital, o algo. Había intentado llamar a una ambulancia pero había interferencias. Como cuando quería encender una luz. Me estaba… Me estaba poseyendo. La oscuridad me poseía. Intenté abrir la puerta pero ésta se hallaba cerrada. Intenté una, dos, tres veces. Creí conseguirlo, pero cuando quise posar un pie afuera una fuerza empujó de mí hacia dentro. Un demonio, pensé. Seguramente fue mi propio mareo, que me hizo caer hacia atrás. Y después la corriente cerró de un portazo la puerta. Y volvió a trancarla sola, sí. Todo el viento. El viento, ¡debía ser el viento!

Bocarriba sobre la moqueta del pasillo, alcé mis ojos al reloj. Marcaba las cuatro para marcar las siete para marcar las diez. ¿Avanzó el tiempo de tres en tres horas? El reloj agrandaba y se acercaba a mí. Estaba como drogada. Entré de nuevo en mi cuarto pero ya era de noche. ¿Cómo había pasado tanto tiempo? ¿Qué es lo que hice, aparte de absolutamente nada? No lo estaba disfrutando. Tenía hambre, sin tener sensación ni necesidad de hambre. Tenía ganas de vomitar, sin tener nada que vomitar. Tenía mareos, sin…

Mi cuerpo se precipitó hasta la pared del salón, clavándose mi cintura en la estufa. Tenía tanto frío y delirios que no sentí el golpe. Caí lentamente apoyándome en la pared, aferrándome a aquella maravillosa invención del ser humano que me proporcionaría calor en un momento de extrema debilidad. La encendí. La abracé como quien abraza a un santo. Deseando algo de calor, éste empezó a llegar. Mi frente comenzó a derramar gotas de sudor. El aire oprimía el ambiente. Mis pulmones se iban cerrando. Apenas podía respirar. Y… Y no era calor. La estufa no funcionaba. Había sido tocarla para bloquear sus botones. La sala entera ardía. Estaba en el infierno. La presencia que me acompañaba podía crear frío y fuego. Arder como lava, helar como hielo. Abrí la ventana, la persiana y una ráfaga de viento fresco entró en la habitación. Sentí que la ráfaga me absorbía, que me llevaba consigo. Afuera no había ni farolas, ni calles, ni edificios. Afuera solamente había un vacío abismal. Me estaba… tragando. Me estaba… consumiendo.

Sentí la risa de la presencia sobre mí. Me atrapaba, me ataba, me devoraba. Quise huir pero tiraba de mí con fuerza. No supe a qué agarrarme. Debía… coger algo con lo que anclarme a este mundo. Pero la muerte me esperaba. No, todavía no, todavía…

El gato me miró. Saltó encima de la mesa, se paralizó. Ladeó la cabeza y sus ojos penetrantes calaron hasta mi alma. Brillaron. Gato… ¿Por qué…?

En él estaba la respuesta. Por fin sabía a qué me estaba enfrentando. Su mirada me lo dijo. Caminé por la casa, con un hilo tirando de mí hacia el abismo. Pero pude luchar con todas mis fuerzas. Pude… agarrar un objeto. Pude… coger el cuadro de mi hermana y de mí. Aquello… me traería de vuelta del mundo de las pesadillas…

Desperté otra vez. Creía estar sumergida en un bucle de sueños sin fin. No sabía cuándo iba a detenerse. La muerte me acechaba. La muerte se hallaba en cada rincón, en cada recodo oscuro de la casa. Volvía una y otra vez; tantas veces como mi cuerpo deliraba. Poco a poco mi cordura y mi conciencia se desvanecían. Sólo quedaba que mi familia volviera a tiempo y me rescatase. Pero no. La mirada de aquel gato cada vez caía más sobre mí. Mi hora… Mi hora había llegado…

Por fin mi familia llegó. Mi corazón se llenó de alegría. Los había echado de menos tanto que en cuanto entraron por la puerta creí despertar de una terrible pesadilla. Poco a poco fueron deshaciendo sus maletas y acomodándose por la casa mientras yo me quedaba en mi cuarto, esperando que se acordasen de mí. Me gustaría decir que sobreviví a lo que me enfrenté, pero…

Todavía no se había ido.

Mi hermana entró en mi cuarto. Se sentó en el borde de la cama y cogió mi foto. La misma foto que el gato estuvo mirando. Acarició mi rostro mientras una lágrima se derramaba por su mejilla. Suspiró nostálgicamente y dijo:

– Hace ya dos años que te fuiste y todavía no me acostumbro a vivir sin ti…

Es verdad. Lo que el gato miraba era, sin duda, un fantasma huyendo de la muerte. Yo era aquel fantasma…