Hoy es un día oscuro de invierno. Uno de esos días en los que es mejor no salir de casa. Tormenta y lluvia afuera. La urbanización está tranquila. Las persianas rebotan sacudidas por el viento. Los niños juegan dentro, en sus cuartos, felices. Mi marido lee un libro viejo en el sofá. Yo prefiero ordenar un poco los viejos archivos. Colocarlos mejor para que no estorben, o deshacerme de ellos para siempre.

No…

Miento.

En verdad siento melancolía en mi corazón, y he preferido abrir las cajas viejas que todos tenemos en algún rincón de la casa, llenas de recuerdos. La mayoría de ellos dolorosos. Pero recuerdos que, al final, es lo único que queda de lo que vivimos.

Desembalo la primera caja y un montón de fotos salen de ella. Fotos de los dos hombres que más marcaron mi vida. Acaricio a ambas por igual. Ya no duele aquella etapa. Pero ésta trae recuerdos. Muchos, muchísimos, de cuando más viví mi vida, de cuando más disfruté de ella. Escribo esto para que alguien aprenda de mis errores, o de mis decisiones acertadas. Toda historia es siempre distinta, y ésta es la mía. No lo hago por desahogo, ya lo sufrí entonces. No lo hago para presumir, no tendría sentido. Ni tampoco lo hago por ningún otro motivo. Sólo quiero que quede constancia de lo que una vez fue, pero ya no.

Sólo uno de ellos salió victorioso.

Sólo uno de ellos reinó en mi corazón y mi alma.

¿Quién fue?

¿El príncipe… o la bestia?

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