Sí, es verdad, echaba en falta el sexo duro. Cuanto menos tenía, más se alejaba de mí. Pensaba en pedirle que me atase y me castigase, pero no quise que pensase que era una guarra. Me había vuelto más… tranquila que hacía meses. Estaba pasando el año demasiado deprisa. Me parecía no haber hecho nada, a la vez que me parecía haber hecho mucho. Yo siempre quería capturar el momento para hacerlo eterno. Congelarlo. Dejar al mundo quieto y calmo, inalterable, inamovible. Pero el mundo era caótico. Y una cosa minúscula podía cambiarte entera. O simplemente chocarse contra ti como una piedrita de la cual ni te percatas. La forma en la que te golpea la vida es imprevisible, sólo puedes adaptarte a ella. Suspiré, llena de pesar.

La tristeza seguía presente en mí. Además, la música relajada que había puesto Eric no me ayudaba en absoluto. Sonaban los violines junto a… instrumentos que desconozco pero que de igual forma te ablandaban y derretían el corazón. ¿Se podían apreciar las flautas? Sí, sí. Instrumentos de viento que penetraban en tu alma y que te hacían sentir como si fueses la culpable de una masacre. Derramé una lágrima que se fue junto al sufrimiento. Parecía haber estado reprimida. Aunque hubiese llorado, esa precisa lágrima había estado dentro resistiendo a salir. Pero por fin había salido. Sonreí y me levanté de la cama, dándole los buenos días a aquel hombre que me estaba preparando un café en calzoncillos, con su cuerpo definido aunque un poquito dejado. ¿Estrés? ¿Falta de tiempo? ¿O también estaba triste, como yo, pero no lo decía porque yo era la causante?

—Creo que va siendo hora de que venga el buen tiempo. —me dijo.

—El invierno tiene su encanto.

—Sin duda, pero me apetece muchísimo irme a alguna playa caribeña, donde el agua sea casi verde y clara.

—¿Nunca has ido?

—No. Y eso que tengo recursos, pero no.

—¿Por?

—No me apetecía ir solo. Ahora ya tengo con quién ir. —me sonrió. Le di un abrazo de oso. Como una niña triste que va donde su padre para ser defendida. De nuevo, su mano sobre mi cabello, consolándome. Habían sido un par de semanas sin él terribles. Esperaba que volviera a tener la confianza conmigo que otrora tuvo.

Otrora. Toma palabreja.

Aquel día fuimos a dar una vuelta por la ciudad. Estaba calmada, con apenas gente, a diferencia de en verano. Cuando llegaban las fiestas veraniegas las calles se llenaban de personas. Incluso ocupaban la carretera, obstaculizando el tráfico. Parecía un episodio perverso de The Walking Dead. Debido a lo lleno que estaba, la gente caminaba lenta, chocándose unos con otros, mirándose con cara de descosidos psicópatas drogados. Y qué decir de los borrachos, que iban dando tumbos, como los zombis más esqueléticos de la mencionada serie. Los días no festivos parecido, sin estar en mitad de la carretera. Por eso el invierno se apreciaba mejor la ciudad.

Quizá no era iluminada de forma tan bella por el sol. Quizá no se estaba tan cómodo como cuando hace calor pero viento norte, pudiendo ir con poca ropa. Quizá no se veía tanta vida. Pero era más tuya. Era más íntima. Era más discreta. Podías caminar por las calles y decir, orgullosa: “ésta es mi ciudad”. Podías ir a unos jardines que presidían las playas más importantes y ver a la izquierda un faro y a la derecha un palacio. Podías ir a un parque con playa también, a cobijarte bajo los árboles cuyas hojas te protegían amortiguando a la lluvia, a ver toda la costa y las montañas al fondo. Era una ciudad de la que enamorarse. Su gente no tanto. Era fría e hipócrita. Muchos de ellos, al menos. Era gente a evitar. Lo que a mí me supuso más de un problema, ya que mi cara solía ser un libro abierto y cuando alguien me daba asco no podía evitar contraerla. Igual por esa razón Eric se dio cuenta de que algo no iba bien.

De una forma u otra, acabamos en un puesto pidiendo un par de tarrinas de helados, como buenas personas del norte. A pesar del frío. A pesar de la lluvia. A pesar de lo oscura que estaba la ciudad no hacía más que mejorar su encanto. Y cuando las luces se encendían la llenaban de otro encanto aún más especial. Porque ya la oscuridad era lo que reinaba tanto en el cielo como en las calles. Pero las luces luchaban contra aquello. Luces no muy fuertes, a las cuales mirando divisabas a las gotas de lluvia, finas y delicadas, como el alma al contemplar tan bello paisaje. Suspiré, sabiendo que algún día perdería todo aquello. Ya fuese porque me iría lejos o porque mi cuerpo sería devorado por la tierra. Aquello era parte de mi vida, sino mi vida entera. Era el lugar a donde siempre volvería mi hermano, no importaba los años que pasasen. Era el lugar a donde volvería yo, no importaba lo que pasase. Nos visualicé siendo viejos, recordando toda nuestra vida pasada, los errores y los éxitos. Y pensé que no quería perder ni a Onai ni a Eric. Pensé que lo mejor sería dejar a Onai como mi amigo. Un amigo con el que tuve una gran aventura pero siempre cerca de mí, sabiendo que está bien y le va bien. Y Eric mi marido con el que pasaría el resto de mis días hasta fallecer. Estaría bien. Pareció ser mi sueño de futuro. Pero mi corazón insistía e insistía. Insistía e…

Insistía en que yo no quería perder a Onai.

Y otra vez, sin que Eric se diera cuenta, mis lágrimas se mezclaron con la lluvia.

 

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