El día en que mi vida cambió para siempre. Era un día normal, dentro de lo que cabía en aquel invierno. Había pasado dos semanas con Eric, haciendo el amor apenas tres veces. Salí con un paraguas de su casa. Quedé con mi hermano en no sé dónde. Todo lo que recuerdo fue mi cuerpo moviéndose bajo la lluvia y el sonido que ésta provocaba al chocar contra el plástico del paraguas. Eric me ofreció a César para llevarme. Me negué. Desde que tuvimos la última charla del matrimonio nos habíamos alejado. Las últimas veces que hicimos el amor fueron casi obligadas. No sé qué me estaba pasando con él. Ahora quería hacer las cosas bien. Mirarle a la cara y contarle lo que tuve con Onai. Y decirle que tan pronto vi que la relación se puso seria dejé de verlo. Bueno, verlo no, pero sí de tener roces sexuales. No me atrevía. Pensé que se estaba cerrando a mí cada vez más y más, lo que hacía que mi secreto me atormentase el triple. Sin embargo el momento nunca llegaba. El momento de hacerlo me ATERRABA. No quería hacerle daño. Eso me importaba más que perderlo. No quería que sufriera por mi culpa. Por culpa de una estúpida por la cual lo dio todo y acabó siendo engañado.

Mi mirada iba clavada en el suelo. No me preocupaba chocarme con nadie, pues la gente no era tan tonta como para caminar un día como aquél bajo la lluvia. Todos iban en coche o en autobús. Apenas cinco transeúntes por todo el paseo de la bahía, la cual se agitaba mecida por un viento inclemente. Cuando las olas rompían su agua era arrastrada hasta mí. Me estaba calando como una gilipollas, y todo por culpa de ser una cobarde. Era sencillo ir donde Eric, pedirle perdón y decirle que estaba dispuesta a llegar hasta el final del compromiso. Era sencillo decirle eso y esperar respuesta, esperar a que me dijera que no pasaba nada, que me perdonaba, o que me quería dejar y yo irme un par de semanas a casa de mi hermano a llorar, y ya si acaso consolarme con Onai. Vaya puta que era. Pensaba en él como mi segundo plato, como el pañuelo en quien llorar. Miré hacia el banco en el que conocí a Eric. Hacía ya como medio año desde entonces. Me dieron dos sensaciones totalmente opuestas y paradójicas. Por un lado como si hubiera pasado toda una vida, y por otro lado como si apenas hubieran sido cinco minutos. Suspiré. Mi alma empezaba a arrugarse, a hacerse vieja. Mi alma empezaba a madurar. Lo siento, hermano, al final no podría ser la estúpida niñata que jugase con ambos. Mi moral me lo impedía. Si tantas vueltas le daba es porque era imposible de ignorar.

Seguí caminando bajo un cielo entero nublado. Miré hacia el horizonte. Por encima de las montañas parecía despejarse. ¿Era aquélla la morada de los dioses? Nunca había salido de allí. ¿Quién me decía a mí que había más vida más allá de mi hogar? ¿Quién me decía a mí que no era todo lo que me rodeaba una sucia y vil mentira para jugar conmigo y reírse de mí? ¿Quiénes? No sé, los dioses de César, maybe.

Reí. Parecía absurda. Lo cierto es que era más fácil pensar que eres la única persona viva a tu alrededor y con capacidad para sentir. Así puedes manipular y usar a quien quieras. Como si fuesen robots programados para hacerte feliz. Sí, era más fácil…

Entonces me vibró el móvil. Me asustó. No quería ni mirarlo. Estaba segura de que era alguien pidiendo algo. Había varias opciones. Una, el grupo de WhatsApp del barrio que ya no usaban debido a mi desapego por ellos. Otra, alguien enviándome una cadena o diciéndome una tontería. Una tercera, mi hermano diciéndome que ya había llegado al bar donde quedamos o diciendo que se llegaría tarde. Cuarta… Eric diciéndome que teníamos que hablar. Quinta, Onai enviándome algún mensaje molesto. O sexta, alguien pidiendo algo.

Me dio por culo sacar el móvil. Pasé de hacerlo. Si era mi hermano llegando tarde lo esperaría en el bar. Y si lo cancelaba, estaría dos horas allí con mi soledad y luego volvería a casa, donde parecía ser que no se me quería.

Pero el móvil vibró más de continuo. Me estaban llamando. Empezaba a resultar molesto tenerlo en el bolsillo. Lo saqué, por mirar quién era. Onai. Suspiré, aburrida. No se lo cogí. Pero insistió. ¿Y si era urgente? ¿Y si era importante? Me tembló el pulso. No me atreví a darle al botón verde y táctil. No me atrevía a contestar y escuchar lo que me tuviera que decir. Y sonó por tercera vez. No pude alargarlo más. Mi corazón iba a mil pulsaciones por minuto. Descolgué y pregunté:

—¿Q-qué sucede…?

—Yanira… el favor que me debías… Lo… Lo necesito.

Nunca le había escuchado tan afectado. Nunca le había oído hablar de esa forma. Mi corazón se detuvo durante un segundo antes de aceptar su petición. Hermano, el té debía esperar…

 

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