“Y entonces se produjo la magia del amor”. No puedo creer que haya escrito eso. Lo que me encantó fue estar a su lado en su casa. La lluvia apenas paró dos días desde nochevieja, como si nos hubiera dado un poco de tregua. Los días oscuros volvían. Me resultaba curioso, pues algunos parecía como si fuese de noche. Encima, al no estar estudiando ni tener que preocuparme por el horario me costaba adivinar la hora. Sólo me guiaba a través del cansancio del cuerpo, muchas veces equívoco ya que casi siempre estaba cansada. Más aún cuando… “se producía la magia del amor”.

—Hola, preciosa. ¿Cómo estás? —me dijo despertándome con un par de besos.

—¿Estoy? —pregunté con una sonrisa de oreja a oreja. Subió una persiana con el mando y pude ver el día oscuro y siniestro que me ofrecía el mundo.

—Tengo la nevera vacía. ¿Vamos de compras?

—¿Hm? —hacía años que no iba de compras con un hombre, amén de mi padre. Se me hizo extraño y curioso que me lo pidiera. Ojalá hubiera dicho que no. Pero me hacía demasiada ilusión como para rechazarlo. —¡Claro!

—Bien. Es la una de la tarde ya. ¿Vamos a las cuatro?

—Bufff. Tengo que acostarme más pronto.

—Y lo hicimos, pero te dejé demasiado exhausta.

—Jeje…—reímos pícaramente.

Las horas pasaron enseguida. Llamó a un sitio de comida a domicilio tras asearnos. Cara, como siempre. Empecé a sospechar que tenía algún tipo de trauma con el dinero. Siempre cogía lo más caro, aunque dijera que los calcetines le habían costado cinco euros y que quería ahorrar.

Nos vestimos con ropa informal y salimos al supermercado. Aquella vez condujo él. Tuvo dificultades para aparcar. La gente deja el vehículo torcido y de cualquier manera siempre. Cogimos un carrito, paseamos por el supermercado, fuimos pillando comida y…horror. Al fondo estaba Onai. No había vuelto a hablar con él desde Navidad, hacía semana y media. ¿O fueron dos?

—Eh…ven. —le dije a Eric. —Tengo antojo de ketchup.

Lo atraje hasta el pasillo de los botes de ketchup, tomate, sirope…con la intención de alejarme de Onai. Tragué saliva. Joder, no podía haber sido otro día u otro centro comercial, no. Angustia, nervios, sudor frío. Tenía que darle esquinazo como fuera. Fuimos y vinimos durante quince minutos por todos los pasillos, casi a escondidas. Eric se percató de ello:

—¿Estás bien, preciosa?

—¿Eh?, ¿eh? S-sí… No. He visto a alguien al que no me habría gustado ver.

—¿Quieres que nos vayamos?

—No, yo sólo…

—¡Yanira! Hola. —me dijo Onai detrás de mí. ¿Cómo confundir su voz flamenca?

—H-hola… —respondí por compromiso, aterrada.

—Hola, soy Eric, encantado. —dijo estrechándole la mano. Ambos se conocían. Eric a Onai de cuando le conté el plan, y viceversa ya sabemos por qué…

—Hola, yo Onai, igualmente. ¿Así que éste es el famoso Eric? Yanira cuenta maravillas de ti.

—Ah, ¿sí?

—Sí, no deja de hablar de ti en todo el día. Que si Eric esto, que si Eric lo otro. En el barrio te conocemos ya como si fueses uno más.

—Ah, gracias por la ayuda con lo del terreno.

—No hay problema. En el barrio nos tenemos que cuidar entre todos, aunque luego renieguen, ¿eh? —me miró sonriendo.

Yo no podía articular palabra alguna. Sólo quería que la situación pasase de una vez. Que se callasen los dos y se pusieran a sus cosas. Que olvidasen el encuentro. Que no dijeran nada indebido.

—Bueno, Yanira, Eric, encantado de veros. Me voy, que he quedado.

Su voz tembló. Sus ojos brillaron. Me causó nostalgia verlo tan lejos de mí. Quise abrazarlo y no soltarlo, pero me pareció absurdo. Nos despedimos y se marchó. Al darme la espalda le vi como alguien ajeno, como si nunca hubiéramos estado juntos, como si nunca nos hubiéramos conocido. No quise que todo quedase así. Pero era necesario.

Verlo me recordó que debía hablar con Eric sobre lo que pasó entre nosotros. Cuando se estrecharon las manos pareciera que se estuviera riendo de él. Acabamos de hacer la compra, deseando yo no topármelo otra vez, y nos fuimos a casa sin pronunciar palabra alguna. Una vez ordenada toda la comida Eric me preguntó:

—¿Estás bien? Desde que te viste con tu amigo tienes mala cara.

—Es mejor alejarse de él.

—¿Por?

—Nada, háblame de algo bonito. ¿Sigue en pie la propuesta de matrimonio? —le pregunté inocente y tierna, y me contestó:

—S… sí… Bueno, habría que hacer algunos arreglos. Todo eso dependerá.

—¿De qué?

—Del trabajo que tenga.

—Pero quieres casarte conmigo, ¿no? Aunque la boda sea en tres, cuatro, cinco años.

—Sí. —dudó, fue escueto, pareció evitarlo. Lo que me dijo que mintió. ¿Qué había cambiado de un día para otro? Desde que era su prometida no había hecho nada indecente. Yo… No quise insistir para oír alguna mentira. Algo se me murió por dentro. Pero era normal. Lo había estado “engañando”, aunque no se lo hubiera dicho todavía. Pero esas cosas estoy segura de que las notó. Me abrazó por la espalda y me dijo: —Claro que quiero casarme contigo. Pero ahora mismo no es posible. —quiso arreglarlo. Seguramente se diera cuenta de que yo me percaté de que mentía, por eso reafirmó su frase. O no. Como fuera, me mentí yo también a mí misma para creerlo. Viví más feliz engañada que aceptando la realidad de que yo había jugado con él. Cuando estás con dos a la vez…al final te quedas sin ninguno. Miré hacia el suelo, apenada. Dejamos la cena preparada y nos achuchamos en el sofá, con marcas de lefa, a ver una película bajo las mantas y con la chimenea encendida a un lado. Qué placer de lugar para tan frío invierno…

 

Siguiente