¿Por qué era siempre tan especial con él? Aunque hubiéramos intentado ser masoquistas, aunque nos hubiéramos intentado pegar y dejar los sentimientos a un lado, siempre volvía a ser todo así. El río siempre volvía a su cauce. Volvíamos a besarnos, a mirarnos con dulzura, a acariciarnos. Volvíamos a… Y yo era una estúpida. Porque impedía y evitaba aquello que tendría que haberme impulsado a casarme. ¿Acaso pretendía casarme con un hombre por el que sentía deseo, no amor? ¿Qué podía esperar luego de eso?

Estaba condenada con él a enamorarme, y es lo que tendría que haber hecho, ¿no? Es decir, enamorarme, casarme, ser feliz junto a él. ¿Por qué cojones tenía tanto miedo, entonces?

¿Por qué mientras la persiana se cerraba, la habitación quedaba enteramente a oscuras, su cuerpo se iluminaba por el fuego y me besaba el terror me invadía? ¿Por qué mi corazón se aceleraba e impulsaba un veneno que recorría mis venas corrompiéndolas? ¿Por qué cuando clavaba su mirada sobre mis ojos me robaba el aliento? ¿Por qué cuando me rodeaba con sus brazos yo era incapaz de moverme? ¿Por qué sus besos en el cuello me producían escalofríos? ¿Por qué sus delicadas manos al acariciarme me obligaban a cerrar los ojos y me evadían de este mundo? ¿Por qué estando con él perdía la noción del tiempo?

Sin saber cómo sucedió, estábamos los dos desnudos frente a la chimenea, prácticamente a oscuras, haciendo el amor. Y me dio nostalgia por las veces que también lo hicimos en verano. Mas aquella vez fue más especial. Por el frío que nos rodeaba. Por el frío que amenazaba desde afuera. Nos cobijábamos del mundo entero en un momento que era nuestro. No hizo falta sexo oral. No hizo falta ponerse sugerente. No hicieron falta preliminares. Con ponerse él encima de mí y mirarme ya sucedió todo. Lo sentí dentro de mí, vibrando como nunca antes. Mis piernas apresaron su cuerpo, no por comodidad, sino por el deseo de tenerlo cerca de mí, pegado a mí. Me encantaba sentir su piel fundiéndose a la mía en un simple y complicado abrazo.

Su nariz rozó la mía, mirándome con una sonrisa que se adentraba hasta mi alma. Sus labios rozaron los míos. Su cadera se movía con lentitud. Un ritmo que entonces fue suficiente. Quise erguirme un poco y besar su cuello, sus pectorales, sus labios, pero me resultaba imposible. El placer que me procuraba me obligaba a quedarme tumbada sobre la alfombra, dejando que todo sucediera como él quería. Estaba a su completa merced. Lo aprovechó para seguir acariciando mi cuerpo, llevando sus manos por toda mi piel, agarrándome sin complejos ni miedos, sin reticencias y con respeto. Entonces sus labios hicieron lo mismo, sacando levemente su lengua, humedeciendo mi piel. El fuego crispando y mis discretos gemidos era lo único que se escuchaba. Agarré su cabeza y la conduje hasta estar enfrente de la mía, donde besé sus labios con pasión. Contraje la vagina, dándonos un mayor placer. Un placer que iba en aumento a cada instante. Quería que hubiera sido para siempre. Quería que hubiera durado la eternidad. Quería haber aprovechado más el momento. Pero no pudo ser. El culmen del placer llegó a mí, explotando con un ardor que recorrió mi cuerpo entero. Un ardor que me instó a abrazarlo más, a unirlo junto a mí, a anclarme a sus brazos y no soltarlo jamás. Y fue cuando él también llegó, quedándose unos segundos más encima de mí moviéndose, para al final detenerse y quedarse mirándome. Nos sonreímos. Cayó, echándose a mi lado, y yo me posé sobre su pecho. Lo abracé. No me urgió ir a lavarme. No me urgió salir de allí corriendo. Sólo quedarme a su lado, disfrutando del sentimiento que había evocado en mí. Acomodé mi cabeza sobre él, que sonreía abrazándome, y me permití cerrar los ojos un instante, quedándome dormida sin quererlo, protegida y resguardada por sus brazos.

 

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