Me costó dos días ir a verles. Mal por mi parte, porque Navidad cada vez quedaba más cerca y yo no sabía qué hacer, pero el sentimiento de culpabilidad de mi corazón era mayor que la ilusión de ir a verlos. Al final lo hice, por respeto. Mi padre llevaba la pulsera en la muñeca. Lo miré a los ojos y le sonreí. Le quedaba justa. Su muñeca era ancha, por lo que a Eric le habría quedado holgada.

—Te queda bien. —le dije.

—¿Verdad?

—Fijo que te hizo más ilusión a ti. Me alegro de haberme equivocado.

—Yo también. —me dijo cerrando los ojos y asintiendo. Y fue cuando pasamos otra de esas tarde en familia reunidos. Le escribí un wassap a Eric diciéndole que aquella noche no dormiría con él, sino con ellos. Y así fueron pasando las horas. La magia del otro día no se repitió, pero fue igual de entretenido y emocionante. Mi hermano quiso quedarse también con nosotros. Dormiríamos los dos en mi cuarto. Nos dimos las buenas noches tras cenar pizza y un poco de leche y nos reunimos en mi habitación. Dejé las persianas bajadas hasta casi abajo del todo, por donde observábamos la lluvia caer y la ciudad nos deleitaba con sus luces sin apenas vida.

—Te echo de menos. —dijo mi hermano. —La casa está muy solitaria sin ti.

—Lo siento. Necesitaba unos días con Eric. Me ha… —sonreí. —Me ha pedido matrimonio.

—¿Qué?

—Sí. Flipas. Y le dije que sí.

—No jodas. ¿Te vas a…?

—No lo sé. No te hagas ilusiones. Es lo que me pidió el cuerpo decir en ese momento, pero pensándolo en frío no sé si es lo que de verdad quiero o una… tontería de capricho.

—Vaya. Ya te dije que disfrutases. No te amarres tan joven, es mi consejo. Pero si de verdad lo amas y lo quieres, hazlo. Si no, te divorcias y te llevas toda la pasta.

Reí. Sin darme cuenta había caminado hasta la ventana y me había quedado observando al edificio de enfrente, donde la persiana de Onai también estaba a medio bajar y salía luz de su ventana. La luz naranja floja que tanto me gustaba como luz ambiental. Eché en falta las noches a su lado. Lo eché en falta como pocas veces había extrañado a alguien. Y fue cuando mi hermano reparó en ello.

—Te gustaría estar con él también, ¿no?

—Sí… —me giré hacia él con la mirada perdida como un perrito desamparado y le dije: —¿Qué pasa si quiero a los dos?

—Que es algo normal que ni la sociedad ni ellos estarían dispuestos a aceptar. Pero es comprensible. Tú viste a Onai con otra y te volviste loca.

—¿Tú podrías compartir a quien quieres?

—No, a menos que quiera también a quien quiere quien yo quiero.

—¿Entonces qué hago? ¿Que un gitano se enamore de un rico?

—No, es imposible. No sólo tendría que enamorarse él, sino el rico también. Olvídalo.

—¿Imposible por qué?

—No es de esos hombres dispuestos a estar en una relación con un hombre. ¿Has vuelto a hablar con él?

—No. Quiero alejarme. Si lo veo, pasará otra vez lo que quiero evitar.

—¿Tan débil eres?

—Sí. Soy débil e ingenua.

—No, no eres ingenua, puesto que te das cuenta de las cosas. Eres débil, manipulable e indecisa. Pero no tonta ni ingenua.

—¿Te acuerdas aquella vez que jugábamos en la calle? Cuando éramos unos mocosos. Un chaval había bajado un euro. Rubén, creo que era. Y tú se lo cogiste. Como broma, o porque querías robárselo, no lo sé. Y fuiste a hacer que meabas cuando empezaste a gritar: “Un euro, un euro. ¡He encontrado un euro!”.

—Sí, lo recuerdo. —dijo asqueando el rostro.

—Entonces vinieron unos chavales mayores. Nos superaban diez años. Y te dijo el mayor: “Ese euro es de Sandra. En serio, lo perdió antes. Lo estábamos buscando”. Y vas tú, lo miras a los ojos y se lo extiendes. Te estaba mintiendo. Sabías perfectamente que no era de ella. Quizás sí que lo había perdido, pero tú sabías que aquél era de Rubén. No eras ingenuo. Eras tonto y débil. Se lo extendiste y soltaste sobre la palma de su mano y lo viste alejándose con el euro que había perdido Rubén, que empezó a llorar porque se dio cuenta de que se le había caído a él.

—Ya. Ése es tu punto de vista. Pero también hay otro. Cuando miré a la cara del chaval mayor dije: “Si no se lo doy, se enfadará y me dirá que soy un estafador.” Y recuerdas que no convenía llevarse mal con ellos, ¿no? Además, si no se lo daba a él, tendría que dárselo a Rubén, porque el euro era suyo. ¿Por qué crees que grité? Porque no podía devolvérselo sin más.

—Así que simplemente hiciste que lo perdiera.

—Exacto. Parecía ingenuo, y me estuve culpando por ello años y años. Créeme que sí. Parece una gilipollez, pero me sentía realmente responsable. Pero un buen día recordé la verdadera razón. No fui ingenuo, sino estúpido. No por darle el euro, sino por quitárselo. ¿Moraleja? Sabes algo dentro de ti que nadie más sabe. Quizás ni tú te des cuenta de ello. Sólo tienes que hablar contigo misma y encontrar la respuesta.

Miré hacia otro lado. Suspiré y le sonreí. Nos metimos en la cama y hablamos en voz bajita sobre cosas que ya no recuerdo. Y al poco caímos dormidos. Él antes que yo, pues le estuve dando vueltas a lo que me dijo. Y mis sueños me dieron una pista. Mis sueños me recordaron a Onai, y no pude evitar ir a verlo a la mañana siguiente…

 

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