Nada, no solucioné nada. Ni comentamos sobre a dónde iríamos en Navidad. Yo me quedaba sin planes. Acabaría sola en casa de Eric mirando hacia un rincón aburrida y cantando villancicos con música pausada de fondo.

Recordando tiempos pasados y relaciones pasadas vinieron a mi mente los regalos. Los típicos de Reyes, sí. Eric y yo lo habíamos hablado. Nos prometimos que no nos daríamos nada de nada. Lo suyo es que yo apenas tenía para comprarle nada y él tenía demasiado como para comprarme lo que hubiera querido. Sin embargo en mí nació la ilusión de comprarle algo. Recordé una antigua relación en la que nunca nos regalamos nada en aniversarios ni fechas señaladas, sino que lo hacíamos cuando nos salía del corazón. Y así quise que fuese. Quise hacer algo por él no porque la sociedad me lo impusiera, sino porque nació de mí.

Quise tener un detalle, aunque minúsculo, sería apreciado. Imaginé su encantadora sonrisa y no pude esperar para dibujársela. Salí al centro junto a mi hermano. ¿Qué podríamos hacer por él? Abalorios no, que no solía llevar. Colonia no, que tenía mucha. No podía dejar de darle al coco, rebanándome los sesos. Visitábamos tiendas para a ver si nos hacíamos alguna idea pero no había forma.

—Qué difíciles son los ricos. —dijo mi hermano. Bostezó. Detrás de él había una ventana cubierta de lluvia. Se giró siguiendo la trayectoria de mi mirada. —Me encanta la oscuridad de la noche y la lluvia que trae consigo.

—¿Por qué?

—Porque son días más íntimos, de estar cerca los unos con los otros y de vivir refugiados del mundo. Un mundo cruel y déspota, que es así por culpa de la gente.

—Vaya filósofo.

—Una pulsera. Aunque sea chana. Con tu nombre. ¿Qué te parece?

—Perfecta.

Nos acercamos a una joyería. La cogí de plata y mandé grabar mi nombre. Puse la dirección de casa de mis padres. Maldito el día en que lo hice. Maldito el día en que se me ocurrió. Me la traerían al día siguiente. Y resulta que mi padre me llamaría, emocionado, dándome gracias por el regalo. No supe ni dónde meterme ni qué decirle:

—Lo… Lo siento, no era para ti… —le dije.

—Ah, ya decía yo. —dijo.

—Puse la dirección de casa porque era una sorpresa. Sorry, tenía que haberte dicho algo.

—No pasa nada, no pasa nada.

—Sí que pasa. Jo, te hizo ilusión, ¿no?

—No. A ver, no está mal, pero no importa.

—Quédatela. Ya le cogeré algo.

—No, no. ¿Cómo me la voy a quedar?

—Sí. Por favor, que ahora me siento mal.

Un regalo que podría haber sido una sorpresa por todo lo que había hecho por mí a lo largo de los años al final se convirtió en un regalo por pena. Y me consumía por dentro.

Siempre estuvo haciendo cosas por mí. Siempre estuvo esforzándose, dándome lo mejor que tenía, lo poco que le quedaba, haciéndome su reina. Si de verdad hubo un gran hombre en mi vida ése es mi padre. Ese eterno sufridor capaz de sacrificarse por la mera recompensa de mi sonrisa, de mi felicidad. Se ilusionó al ver la puta pulsera, pero no era para él. Joder, no era para él. Es algo que me va a atormentar por el resto de los siglos. Acabó aceptándola a regañadientes. Y al colgar lloré como una estúpida. ¿Qué me pasaba? Era un simple regalo. Una equivocación que al final le gustó. ¿Por qué iba a llorar?

Fácil. Porque él creyó que yo había pensado en él cuando no fue así y el regalo le llegó sin más. Sin detalle, sin cariño, sin intención. Le llegó, y ya. Soy una estúpida. Creo que aquel error me atormentó muchísimo más que ser infiel. Aquel error, que parece una tontería, lo menciono a día de hoy porque me gustaría evitarlo en el presente y en el futuro. No hay peor cosa que hacer eso. Lo típico de las películas. Sí, que el prota le compra una joya cara a… digamos que su madre, y lo ve la novia y piensa que es para ella y se ilusiona el doble, y el prota no sabe qué hacer. Prácticamente. Sólo que yo sí. Me dio un ataque y lo llamé de nuevo. Nunca le había mentido. Lo juro. Pero aquella vez quise que fuera una mentira piadosa:

—Que sí que era para ti. Que era una sorpresa pero di la dirección mal.

—Me estás mintiendo.

—No, en serio.

—No me mientas.

—Yo…

—Te la doy y se la das a tu amado, que no pasa nada.

—No. Quédatela. Por favor…

—No hace faaalta.

—Sí que hace. Sí que hace. —colgué tras suspirar de amargura.

Tragué saliva. ¿Cómo responder?

No pensé que fuera a hacerte ilusión una tontería como ésa. Si lo hubiera sabido antes, te habría regalado veinte iguales. Aunque no lo comprase para ti, tú lo cogiste con mayor alegría que lo podría haber cogido esa persona. Así que me alegro mucho de haberme equivocado.

 

Siguiente