Extendió hacia mí la lámina que llevaba en su dedo índice. Abrí mi boca y la colocó sobre mi lengua. Finalmente, tras tanto tiempo, iba a experimentar con una droga psicodélica. Los efectos fueron casi inmediatos. Nos habíamos pasado medio día sin comer. Condujo hasta una playa lejana donde la verde hierba se fundía con la arena bronceada que era bañada por un mar cristalino. Un paisaje paradisíaco poco transitado a principios de otoño. Y yo ahora empezaba a ver los colores más vívidos, las formas ondulaban ante mí; el movimiento llevaba sonido consigo, no importaba lo lejos que estuviera, podía escucharlo como si las notas se oyeran con la vista. Pero, incluso cerrando los ojos podía ver. Dios santo. ¿Qué era aquello? Él, al principio me abrazaba por la espalda, pero después de un rato estaba tirado conmigo mirando el cielo.

—Debería no haber tomado nada yo. —dijo, con una voz distorsionada no sólo por mi percepción sino por “voluntad” suya. Giró la cabeza hacia mí y me dijo: —No sabía cómo ibas a reaccionar.

Sonreí, callada, sintiendo el universo girando a mi alrededor. Fue mirar al cielo para ver a las nubes casi encima de mí, como si se me fueran a caer, o como si pudiera tocarlas. Como si pudiera besarlas incluso.

En esos momentos me acurruqué en el cuerpo de Onai. No entiendo por qué razón quería estar tan apretada a él. Y pensé que quizá él quería sentirse más libre en ese momento. Pero me acurruqué. Sentir su cuerpo me calmaba, me relajaba. Y, estando drogada, el efecto incrementó.

Pensé que yo me querría mover y experimentar, entrar en contacto con la naturaleza y unirme a ella. Pero lo único que deseaba era estar a su lado. Inmóvil, observando nuestro alrededor, con música de fondo que provenía del coche, y en soledad.

—Sabes… —me dijo él. —Anoche soñé contigo. Llevabas un camisón blanco. Tenías solamente los ojos maquillados. Y el pelo a lo loco. Estábamos juntos, en una casa apartada. Se sentía…

—¿Cálido?

—Mucho. Era… No sé. Lo que yo deseaba.

—¿Deseabas?

—Deseo. Sí, deseo, y mucho. —me miró con sus ojos color café. Besé sus gruesos labios y me quedé anclada a ellos durante minutos. A pesar de querer aclarar las cosas con Eric, yo había decidido tomarme esa semana para mí. La percepción del tiempo estaba alterada. Minutos transcurrían en segundos y al revés. Allí estaba yo, incapaz de separarme de él. Mi piel completamente fundida con la suya. Mi alma enroscada con la suya. Mi mirada encendida por la suya.

—Yo a ti sí que te deseo. —le dije diez minutos después de lo que él me dijo. El sol se apagaba en el horizonte. Surgió algo de niebla, y en lugar de ser un cielo teñido de varios colores con el astro ardiendo en el infinito, todo tuvo el mismo color. Uno amarillento, nostálgico. Le daba un toque sepia al mundo. Quizá por eso la nostalgia y melancolía. Como si hubiéramos vivido cientos de vidas y recordásemos alguna pasada. Y fue cuando la noche caía sobre nosotros que Onai se percató de que cómo cojones iba a agarrar el coche estando tan drogado. Nos reímos como idiotas. Nos metimos dentro y condujo despacio hasta el primer motel que hallamos en el camino. Aparcó como pudo y caminamos intentando aparentar ser personas normales hasta el mostrador. Una habitación para dos. Subimos y, sin fijarnos en cómo estaba, nos tumbamos sobre la cama. El sueño quería entrar en nosotros, pero no se lo permitimos. Nos miramos y de nuevo perdimos la percepción del tiempo, quedándonos embobados, cuando formulé la siguiente pregunta: —¿Cómo cojones hemos llegado hasta aquí?

—Ja… Jj… Jajaj… a… —reía a intervalos. —N… No tengo ni idea.

—Es decir… no recuerdo nada de cómo hemos llegado, ni cómo has conducido.

—Yo también. O tampoco.

Cada vez estaba más colgado. Quizá yo también. Y ya habían transcurrido cinco horas. Y las que nos quedaban…

En una de ésas nos dio por ponernos a cuatro patas y gatear por toda la habitación durante minutos y minutos, haciendo círculos y riéndonos como idiotas.

La verdad es que conecté mucho más con él haciendo aquello, teniendo aquella experiencia realizadora. Sentí que mi espíritu evolucionaba como no había hecho en bastantes años. Sí, cursos y cursos académicos resumidos en unas pocas horas de una droga. De nada sirve aprender cómo vivir si no lo vives.

Despertamos al día siguiente, sin saber cómo habíamos llegado a la cama, o cómo había transcurrido el resto de la noche. No tenía resaca alguna. Un poco de hambre, quizá. Los efectos duraban. Al abrir los ojos me quedé mirando el techo, atontada. Onai a mi lado, encendiéndose un porro de hachís.

—Hala… —dije a cámara lenta. —No vas a poder conducir…

—No. Ni un poquito. —aseguró dándole varias caladas. Pagó otro día en aquel motel y estuvimos andando por los alrededores. Era un pueblo con arquitectura de piedra, estilo medieval. El motel parecía una posada, aunque las habitaciones eran cálidas, de color rojo y amarillo. Aparcó mejor el coche antes de salir a dar una vuelta. Lo tenía ocupando dos plazas, cruzado. Al mediodía los efectos de la droga ya se fueron desvaneciendo. Pedimos ni me acuerdo el qué y al final de la comida nos vimos sin dinero. Era un restaurante espacioso, con gente comiendo en familia, hablando alto y contando anécdotas estúpidas que sonaban graciosas. El restaurante parecía una taberna. Todo el pueblo era medieval.

—¿A dónde me has ido a traer? —le pregunté.

—Yo qué sé, paya. Me da que hemos viajado en el tiempo.

Reímos. Pero se nos borró la sonrisa al recordar que no teníamos con qué pagar aquello. ¿Un sinpa? Eso era deplorable. No me gustaba nada. Además, si nos quedábamos en el motel enseguida el rumor se extendería hasta sus oídos. A Onai no le quedó más remedio que dejarme allí a buscar un cajero. No le gustaba pagar con tarjeta. Y me rallé mirando el plato casi vacío. ¿Me seguían durando los efectos? Ni idea. Sólo sé que estuve así durante dos minutos largos, con los ojos sin cerrar. No pensaba en nada. Sólo miraba los restos de comida. ¿Era aquello una metáfora de mi relación con Onai? Yo dejaba de pensar. Me sentía libre de mí. Ya no tenía preocupaciones. Éramos él y yo, nada más.

Después de volver me llevó a un kilómetro andando del pueblo.

—El GPS me dice que aquí hay algo bonito. —me dijo. No le escuché ni le hice caso. Creo que tardé diez segundos en procesar su frase. Y, cuando lo hice, no le di importancia. ¿Por qué estaba tan estúpida? Él no me habló, como si supiera qué fase drogadicta estaba pasando. Y, al llegar, vi unas cascadas traslúcidas cayendo desde unas rocas a cinco metros de distancia y otros nueve de altura. Delgada, trazando una fina línea con sus elegantes aguas, filtrando la luz, transformándola en un crisol de colores vívidos y oníricos. Onai se quitó la camisa y se puso debajo del agua, helada. Empezó a temblar tan pronto el agua entró en contacto con él. Tambaleó su cuerpo para sacudirse.

—¿Qué haces?

—Estar más sexy para ti, mi payita.

—Bobo. —le dije con una sonrisa. Y tan pronto sonreí así se me quedó el rostro. Con una sonrisa que no se me quitaba. Como si así fuese mi cara.

Onai aclaró la voz y me cantó un poquito de flamenco. Su voz fue embelesándome hasta que los efectos de la droga volvieron, mostrándome un árido desierto con un sol despuntando en el cielo. Un campamento a varios metros de distancia donde estábamos él y yo y a apenas tres kilómetros un oasis paradisíaco donde tan pronto posé la mirada estuve en él, bañándome en sus aguas, cobijándome bajo las palmeras, respirando un aire cargado de calor. Dios, su voz, junto al LSD, me hicieron alucinar.

Me tumbé en el suelo y él se puso encima de mí, cayéndome gotitas frías en el cuerpo. Seguía con el torso al descubierto. Sus ojos y los míos se quedaron mirándose. Yo le mostré lo que mi mundo interior me enseñaba. Y él se acomodó junto a mí en aquel mundo, en aquel oasis. Y siguió cantando para mí. Siguió cantándome. Siguió encantándome…

—¿Por qué las horas a tu lado pasan tan rápido? —le pregunté entre consternada y molesta conmigo misma. —¿Por qué de pronto siento la necesidad de morirme junto a ti y vivir por siempre? ¿Por qué todos los problemas desaparecen? ¿Por qué me deprimo tanto al ver que el sol cae en el horizonte y que pronto me separaré de ti? —quizá fueran las drogas, quizá fueran mis sentimientos brotando del fondo de mi corazón. La semana que quería tomarme para mí quizá se convertía en un me quedo.

Él se rio. No sabía qué decir. Quizá fuera malo para relatar sentimientos. Pero su sonrisa y su mirada sinceras me dijeron lo que necesitaba. Acaricié su mejilla y me acurruqué en su torso desnudo. Pasamos toda la tarde en aquella cascada, a siete metros de ella, escondidos. De vez en cuando se acercaban turistas a verla y sacarle algunas fotos. Nosotros simplemente respiramos el aire puro y cálido del lugar. Él se fumaba algún porro mientras clavaba su mirada en el atardecer. El sol desprendía fuego de color anaranjado, bañando todo el cielo en su gloria.

—¿Ya? ¿Un día entero desde que tomé esta droga? —pregunté.

—Sí.

—Por favor… Apenas han sido… cinco minutos…

—Lo sé…

—Yo creo que no fue la única droga que me tomé…

Un… momento… ¿Estaba reconociendo que lo amaba? ¿En ese momento en el que el sol se reflejaba en sus preciosos ojos yo reconocía que en el fondo de mi corazón lo empezaba a querer? Lo que me había hecho huir de Eric ahora lo sentía por Onai. Me quedé contemplándolo, atontada con los efectos del LSD disipándose, pero, aun así, apurándolos y disfrutando de lo que quedaba de ellos. Cogió su móvil y puso algo de música. Me apetecía una pausada y melódica. En cambio puso raggaeton. Me repulsó entonces, la verdad. No era el momento. Se dio cuenta de ello y puso una melodía de guitarra, acorde a su sangre, acorde a mi estado.

—¿Eres un sueño del que tengo que despertar?

Ladeó la cabeza.

—Sí, algo así… —sonrió. No hablaba mucho. No le hacía falta. Los dioses lo habían bendecido con un aspecto divino, junto a una mirada ardiente y una voz de ensueño. ¿Qué más podía pedir de él?

Una voz sonó dentro de mí.

Una voz que parecía más malvada que amiga, porque me dijo:

“Que te diera la vida que Eric te ofrece”

Ahí fue cuando desperté del sueño y caí sobre la dura realidad. Cuando un jarro de agua fría salpicó mi cara. Cuando sufrí la incertidumbre. ¿Tan materialista era yo? No, no era eso. Tenía miedo… Tenía miedo de que con él al final no saliéramos nunca del barrio…

Eso era lo que me atormentaba. Me di cuenta de que era eso lo que aún me ataba a Eric, y lo que me impedía entregarme a Onai por completo. El miedo a no avanzar en la vida.

Porque la esperanza y las ilusiones suelen enamorar más que las realidades.

Y esperanza era lo que él no me daba.

Sólo momentos mágicos irrepetibles.

Pero no momentos con los que soñar…

 

Siguiente