Volví tarde a casa. Nos despedimos tras darme su número. Un poco incómodos, otro poco deseosos de repetirlo. Cogí un autobús no tan lleno como por la mañana. Y llegó el vacío tras un polvo. Suspiré. Había sido muy repentino y rápido. Y entonces me sumergí en mis pensamientos, sintiéndome mal por todo lo vivido hasta entonces.
Había dejado los estudios a medias. Me atormentaba por mucho que quisiera huir de ello. Al principio no te cuesta madrugar. Es decir, sí, pero lo haces y te sientes satisfecha y responsable por lograrlo. Vas a clase, por lejos que esté, y a primera hora no eres persona por el sueño que tienes, pero tras un rato te vas despejando e intentas atender y hacer las tareas que te mandan. Lo malo es luego, cuando llegas a casa y estás cansada y desganada. Se te mueren las ganas de entrar en internet, de chatear, o de salir a dar una vuelta. Porque tienes sueño, ya que por muy pronto que intentes echarte, te acabas durmiendo a las tantas de la madrugada pensando en la más estúpida de las estupideces. Y lo pagas a la tarde, cuando quieres dormir siesta pero no puedes porque o en la calle están gritando o cantando, o el gilipollas del vecino tiene música ruidosa que retumba en todos los cuartos de tu piso. Y cuando empiezas a pensar en formas de asesinarlo y quieres darte cuenta ya transcurrieron dos horas. Y lo poco que te queda lo empleas en estudiar o hacer los miles de deberes que te envían pensando que así te formarán como persona, cuando lo único que hacen es que intentes aprender por ti misma ya que ellos no enseñan una mierda.
Sí, porque el curso va pasando y te das cuenta de que los profesores son más incompetentes de lo que deberían. Y, cuando les preguntas una duda, o no te contestan, o te dicen algo que te hace tener más dudas.
Triste, pero cierto.
Sin embargo no siempre fue así. Hace un tiempo tenía profesores muy competentes y capaces, a los cuales les preguntabas cualquier duda y te la respondían al instante y conseguían que retuvieras las enseñanzas en la cabeza. ¿Pero este último tiempo? Pf, era ir a clase para no aprender nada. Para salir más desmotivada que estar en casa haciendo el vago. Y preferías esto último. Madrugar costaba más. Ya empezabas a dejar de ir a primera hora para ir a segunda. Ya empezabas a estar en clase pensando en tus cosas, escribiendo o dibujando en lugar de atendiendo. Y ya empezabas a plantearte el acudir siquiera. Un día faltabas, otro no. Un día ibas a todas las horas, otro día a la mitad. Y ya fue ir un día no, otro tampoco, y al siguiente menos. Al final… acababas yendo un día a la semana y diciendo: para esto ni vengo, y dejabas el curso a medias.
A tomar por culo todas las veces que madrugaste. A la mierda todo el esfuerzo que pusiste. A la mierda por culpa de unos profesores que no saben enseñarte y no puedes permitirte una puta academia privada en la que tus compañeros aprenden porque les sobran los cien o doscientos euros que les cuesta al mes. Pero a mí no. Yo vengo de barrio humilde. A mi padre le sobran esos cien euros, sí, pero yo dejo que ahorre porque en cualquier momento perderá el curro.
Sé que también me faltó valor para salir hacia adelante. Que podría haberme declarado autodidacta y haber ido con todo, buscándome la vida para estudiar. Pero todo dejaba de tener sentido para mí. Sólo me quedaba bajar a la calle y, al caminar delante de la gente del barrio, darme cuenta de que yo estaba condenada a acabar así, a conformarme con cualquier empleo, a tener hijos y malvivir para que ellos sacasen algo pero les acabase ocurriendo lo mismo que a mí. Ley de vida, dicen. Un ciclo para la gente obrera, la gente de a pie. Un ciclo sin fin en el que la sociedad te obliga a resignarte con lo que tienes desmotivándote continuamente con la incompetencia de cargos con poder.
Llegó el bus hasta mi parada. Era casi de noche. El sol despuntaba en el horizonte. Y fue cuando recordé el polvazo. Dejé de sentirme vacía cuando recordé la forma que tenía él de llenarme. Sí, no es lo mismo el alma que la vagina, pero… joder, tenía su maldito número, y mucha, mucha imaginación…
No sé qué fue lo que hizo en mí. Estaba hambrienta. Hambrienta de sexo. Puede sonar mal pero es la verdad. Apenas pude dormir bien pensando en lo sucedido, mirando el número de teléfono que me había dado. Me distraía tocándome, rememorando el momento en el que me empotraba contra la pared, recordando su rostro y el momento en el que eyaculó sobre mí. Nada más llegar a casa me duché. Ahora eran las tantas de la madrugada y yo no podía dormirme, deseando volver a verlo. Quería llamarlo en ese preciso instante. Se le veía también liberal. Se le veía que era incapaz de juzgarme por mis actos. Podría… Podría aceptarme como era. Podría aceptar mi pasado y convivir con ello. Era idóneo. Perfecto, especial, ¡increíble!
Sin darme cuenta me quedé dormida pensando en mil historias de amor viviendo a su lado. Me desperté entre sueños al acordarme de dónde vivía. Era una zona bastante cara de la ciudad. Y su piso no parecía barato. Pero de inmediato caí rendida otra vez. Sin embargo aquel día era domingo…
Típico domingo en el que todo el puto barrio se piensa que reina la anarquía. Desde primera hora de la mañana, unos con la música a todo nivel. Tecno, flamenquito, raggaeton… Los de abajo discutiendo, los de arriba pasando el aspirador… Niños gritando, una televisión a todo volumen y… ah, sí, gatos en celo maullando. Al primero que me desease buenos días le…
Me levanté y no lo pude creer. Cada uno durmiendo a la pata ancha. Qué envidia. ¿Cómo eran capaces? Yo ahí, medio muerta del sueño. A mí me despertaba cualquier sonido insignificante, y ellos tan tranquilos. Ahora, mi cuarto estaba en mala posición, hay que decirlo. Entonces recordé. El sueño no me quitaba la lascivia. Necesitaba ver a Eric de nuevo. Quería montarlo durante horas, que me hiciera suya y olvidarme de todos los problemas.
—Hmpf. —refunfuñé. —¿Qué me sucede? —murmuré. ¿Sería el calor del verano? ¿Haber estado varios años sin…? —Nah, es que está bueno. —dije en el aire. Me arrepentí momentáneamente. ¿Y si era uno de esos idiotas con los que yo nunca me daría ni un abrazo? —Que me quiten lo bailao. —respondí con una sonrisa, preparándome el desayuno.
Mientras el microondas calentaba el tazón con leche miré el piso. Se me quedaba pequeño. Lo comparé con el que tenía Eric y me dio envidia. Tan tonto no podría ser si vivía en un sitio así, a menos que fuera hijo de papá. El mío, nada más entrar por la puerta no tenía ni pasillo, sino un pequeño rellano y un escalón que daba a la sala, la cual se dotaba de un sofá verde y un televisor. A su derecha, al fondo, mi cuarto con una puerta en la que había un cartel que prohibía el paso a aquél que quisiera entrar. Un cartel que nadie respetaba. Nada más salir de mi cuarto a la izquierda estaba el de mis padres. Y, situándote de nuevo en el rellano, a mano izquierda primero el baño, luego el cuarto de mi hermana, y un poco más allá la cocina. Se comía en la sala, a la izquierda del sofá. Más o menos ésa es una visión de lo que era mi morada en aquel entonces. Mi habitación era bastante simple. En colores fucsias-rosados y pastel. Una cama individual pegada en la pared de la derecha. Dos ventanas, una enfrente de la cama, que me daba visión a un parque, un descampado y a varios barrios enfrente, y a la derecha de la cama otra que sólo me daba visión a los bloques de edificios del barrio. Desde la primera se veía el banco. Desde la segunda la casa de Onai…
¿Por qué pensé en él? Ah, claro, es que había empezado a oírle cantando ya. Continuando con mi cuarto… tenía también un pequeño armario y un baúl con recuerdos al pie de la cama. Simple pero concisa. El resto de los cuartos eran parecidos. Ah, y mi escritorio con ordenador al lado de la cama. Más de una vez nada más apagarlo me deslizaba desde la silla hasta el colchón. De esas noches en las que te quedas horas y horas chateando con quien te gusta y, aunque te estás muriendo del sueño, no quieres irte hasta que esa persona se vaya también.
Parpadeé varias veces y miré lo que tenía en mi mano. Era el número de Eric en un papel. No lo había soltado en ningún momento. Lo inspeccioné bien y le dije como si le hablase a él:
—Contigo sí que me pasaría horas y horas…
—¿A quién le hablas, hija? —me preguntó mi padre. Estaba en calzoncillos de corazones y tirantes blancos. Cincuenta y pocos, mermando ya, tenía dos entradas notorias pero bastante pelo donde no, a modo de tupé. Una nariz grande, era lo que más destacaba en él. Ojos caídos, parecidos a los de Onai y a los de mi hermano, el cual se fue en un viaje espiritual. Mi padre también tenía barriguita cervecera, y, eso sí, una piel muy morena. Cogía color en nada, lo contrario a mi madre, que era blanca, más alta que él, con el pelo claro castaño, casi rojo, ojos verdosos y un rostro muy bello. No pegaban en nada. Supongo que mi padre sería el típico malote que enamoró a mi madre. La cosa es que no solían discutir. Se llevaban muy bien. Y yo les envidiaba por el amor que sentían el uno del otro. ¿Lograría yo tenerlo algún día?
—Nadie. Sola, ya sabes.
Bostezó, asintiendo. Fue al baño y se volvió a la cama. Qué gusto de vida. Ojalá tuviera yo también el sueño tan profundo.
Desayuné a todo correr y esperé a una hora prudente para llamarlo. Pero entonces mi móvil sonó antes. Era un número desconocido para mí. Lo cogí, nerviosa. No me gustaba atender a desconocidos:
—¿S… Sí…? —pregunté con vocecita de cordero.
—¿Yanira? ¿Eres tú?
—Sí, ¿quién es?
—Soy Eric.
Diosssssssssss. No lo había reconocido. El alma se me encogió. Mis piernas temblaron. Quise lanzar el móvil por la ventana. Estaba histérica. Quería gritar de la emoción y saltar hasta que mis pies desapareciesen. Era él. ¡¡ERA ÉL!!
Absurdo, ¿cierto? No me voy a poner a explicarlo. Simplemente sentía tanta alegría que no sabía cómo actuar.
Aclaré la voz. Tenía que sonar serena, sin parecer desesperada. Cerré los ojos y fui diciendo con cautela:
—¿Cómo HAS conseguiDO mi NÚmero? —me fue temblando la voz como a una estúpida. Contraje los labios llamándome idiota mentalmente cuando él dijo:
—Tengo mis contactos.
¡Ya está! ¡Haciéndose el interesante! Lo que me faltaba, por Dios. Y ahora… ¡¿QUÉ DEMONIOS LE DECÍA?!
—Ah…
“Ah”. Eres una genio, Yanira.
—¿Quieres quedar?
—No. —en verdad quise decir “¿cómo coño no voy a quererlo?”, pero me salió un triste “no”.
—¿No? ¿Y eso?
—Estoy ocupada ahora.
—Ah, —bien, ahora es él quien dice “ah”. —pero no me refería por la mañana, sino por la tarde.
—Entonces sí. —no me gustaba hacerme la dura, pero tampoco quería parecer demasiado blanda.
—Perfecto. ¿A las cuatro te viene bien?
—C-claro. —“mierda, acabo de balbucear” me maldije.
—Bien. Nos vemos en nuestro banco en la bahía, ¿sí?
—Ajá. —dije fría y serena. Pero entonces me dio un arrebato. No sé qué fue. Así, de pronto. Eso que te sucede que tu mente deja de pensar, se pone en blanco y sólo saben salir palabras estúpidas de ella: —Quiero follarte, así que lávate bien.
—Jajaja, vale… —al menos lo dejé sin palabras. —Hasta luego, entonces.
—Hasta luego. —sonreí satisfecha, colgando, cuando empecé a sudar a chorros como si fuera una cascada andante. ¡¡¿¿QUÉ ACABABA DE DECIRLE??!!
Me alteré yo sola, analizando la frase, el tono de voz, la reacción, la…
Dijo vale.
Alcé una ceja.
Dijo… vale…
Me relamí los labios.

 

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