Volvía a casa al día siguiente. César me llevaba. Le dije que aparcase a dos minutos del barrio. No quería volver a ser el centro de atención de todas las miradas.

—César… ¿Qué opinarían los dioses de alguien que no sabe lo que desea? —le pregunté estúpidamente.

—Depende. Eso les suele encantar. Piensa que los dilemas humanos son muy entretenidos para ellos.

—¡Ja…! Ya… —me quedé pensativa. Él aparcó. Yo apoyé mi cabeza sobre mi mano, cuyo codo se apoyaba en la ventanilla. —¿Y si les pidiera consejo?

—Te liarían más para que te costase decidirte.

—Entonces estoy sola…

—¿Puedo ayudarte?

—Sí. No sé decidirme entre unos colores para una chaqueta. ¿Azul o verde? —le dije los colores pensando en los ojos de ambos, aunque los del gitano fueran marrones claritos, verdes sólo en ocasiones.

—¿Quién te dice que mi respuesta no te confundirá más?

—Nadie… Pero, oye, ya puestos…

—No creo que tengas que decidir, sino que ya está decidido. Sólo tienes que darte cuenta.

—Sí, me imagino. Como sea, gracias. —le di un par de besos en la mejilla inesperados y salí del coche. Anduve hasta el barrio cuando oí una guitarra. Maldición. ¿Por qué no llovía y así se quedaban en sus casas en lugar de estar ahí esperándome para molestarme?

—¡Yanira! Se te echaba de menos. —me dijo sonriendo.

—Pues sí que me he ido mucho.

—Un día entero. ¿Qué, con tu novio?

Miré a sus amigos. Sonreían como unos retrasados. ¿Se lo habría contado? Me arrepentí por dejarle que me fotografiase. Me arrepentí de haber tenido cosas con él. Me arrepentí de conocerlo. Suspiré, amargada, decepcionada conmigo misma. ¿Por qué iba a arrepentirme si seguía gustándome? Simplemente lo ignoré y me fui a casa, pero él pegó un salto y me alcanzó enseguida.

—Espera, por favor. —me dijo ya más calmado.

—¿Qué te pasa? ¿Eres distinto con tus amiguitos?

—No…

—¿Les has contado algo?

—No. Ante todo soy un caballero.

—¿Qué quieres, entonces?

—Hacerte mía. Una y otra, y otra, y otra vez. —su frase me dejó tan helada como hipnotizada. Tragué saliva y mentí:

—No.

—¿No qué?

—Que no quiero.

—Ya. Oye, tengo una pequeña sorpresa para ti. Te llevo a un restaurante y te la enseño.

—¿Me enseñas qué?

—La sorpresa. Si no te gusta te olvidas de mí para siempre. Si te gusta, te lo piensas. ¿Te parece?

Me encogí de hombros. No tenía nada que hacer. Eric me había dicho que se iba a uno de esos viajes de reuniones. A comprar terrenos en otras ciudades y demás basuras. Me pedía que lo acompañase pero para estar en otra ciudad mirando tiendas mientras él se aburría en una reunión mejor me quedaba allí.

—Vale. Mañana a las doce.

—Hecho. —sonrió. Y cuando estuve subiendo en el ascensor pensé en voz alta:

—¿Por qué soy tan gilipollas?

¿A fin de qué quedaba con él? Le dije que lo nuestro había acabado. ¿Otra prueba de los dioses crueles y malvados? ¿Por qué les gustaba torturarme tanto? ¿Por qué yo no era capaz de cortar por lo sano?

Porque me atraía. ¿Para qué engañarnos? Sabía suscitar mi imaginación y mi curiosidad. Sabía captarme con sus palabras y sus ojos. Era imposible escapar a su encanto gitano.

No, no del todo imposible. Sentí al peor amigo de las mujeres. Digo amigo porque es malo que llegue, pero es peor que no llegue. Hablo de nuestra tan queridísima regla. Sentí cómo me bajaba la sangre, pringándome entera. Lo malo de estar de vacaciones y no preocuparse de mirar el calendario es que te olvidabas del día en que vivías, a pesar de haber acabado las píldoras el domingo anterior.

Fui corriendo al baño, a ponerme un tampón y una compresa. ¿Sabéis esa paranoia de que vas a ensuciarlo todo porque llega muy fuerte? Así estaba yo. La verdad es que sonreí. Sonreí mucho, pues al día siguiente tendría la cita con Onai, y si quería algo de sexo se lo impediría. Por las buenas o por las malas. No me dejaría conquistar porque no podría ni aunque quisiera.

—Jejeje… —reí malévolamente. Qué estúpida yo…

Ahora sí que era su coche. Uno antiguo, de los ochenta quizás, grisáceo, con algún que otro golpe. Yo iba en el asiento de copiloto y él conducía a saber Dios dónde. No reconocía las calles. Pasamos por un polígono con prostitutas desde primera hora de la mañana. Las miré pensando en su tipo de vida. Sentí lástima. No me gustaría venderles mi cuerpo a hombres, aunque en realidad lo hubiera hecho de forma gratuita con Onai y Eric. ¿Cuántas de ellas sufrirían en silencio? ¿Cuántas estarían resignadas? ¿Cuántas lo disfrutarían?

Suspiré, apesadumbrada. Vamos, hecha mierda. Solía empatizar mucho. Pensé en mí misma como presidenta del mundo, solucionando todas las crisis. Si los líderes se pusieran de acuerdo los de abajo no tendríamos que sufrir sus delirios de grandezas. En una guerra en la que ninguno quiere matar al otro el único que gana es el que está en su casa, pensando en estrategias y riéndose del resto.

—Paya, —me interrumpió Onai de mis esquemas mentales. —¿estás bien?

—Regular. —seguí mirando a las prostitutas en la distancia, ya alejándonos.

—¿Por?

—¿Y si yo hubiera acabado como ellas?

—¿Tú? Imposible. Siempre vas a contracorriente, tocando los cojones a todo el mundo. Sólo serías puta si no hubiera ninguna.

—Jajaja. —me reí por la brusquedad de sus palabras. —Mamón.

—No estuviera mal ser un mamón.

Al principio no lo pillé, hasta que lo pensé un poco y me reí el resto del trayecto yo sola, pensando en más tonterías sin sentido que él no entendería. Mi mente se abstraía demasiado. A veces me asustaba.

¿Sabéis eso de que estás hablando y te quedas trabado? A veces es porque te quedas en blanco. Yo no. Yo es que me quedo pensando en otro pensamiento que cruzó mi mente y por eso me trabo. Así me paso el día, empanada, sin estar a lo que debería.

La música a todo volumen me alteró. Encendió los altavoces con sus gitanadas retumbando. Pero no de esto que te gusta, no. Es de esto que te pone nerviosa y te hace querer salir del coche aunque esté en marcha.

—Baja eso, coño. —le dije, girando la rueda del volumen.

—Así despiertas. Venga, que ya estamos.

Era un restaurante normal. Parecía una tasca. Así, de picoteo. Un aparcamiento espacioso con mesas en la terraza y un ambiente rústico. Nos atendió un camarero chiquitín, muy amable él:

—¿Qué desean?

—Yo la deseo a ella. —dijo Onai. —Pero como no se puede, de momento una ración de rabas y otra de jamón.

Reí por dentro. No hacía falta gastarse tanto para llenarse la panza, como solía hacer Eric. Pero sé que lo hacía por tener detalles conmigo. Seguramente fuera uno de esos ahorradores que gastan lo justo y que por eso les sobra tanta pasta, lo cual me hacía sentir más en deuda con él, lo cual me hacía sentir más abochornada por mi traición.

—¿Quieres de beber? —me preguntó.

—Una cola.

—La mía.

—No, que me da gases. Ponme… ¡eh! —lo pillé tarde.

—¿Te da gases mi polla? Vaya, no sabía eso.

—Calla. A ver, —me puse colorada al estar el camarero escuchando la conversación. —Nestea puede estar bien.

—A mí una birra, gracias.

—Marchando. —dijo con una sonrisa. Parecía simpático. De su frente arrugada caía sudor. Su pelo, canoso y escaso. Parecía estar preocupado, con estrés y cansado, pero aun así mostraba una grata sonrisa. Y eso era lo que significaba ser de barrio. Eso era lo que me esperaba. Y por una parte me resultaba agradable. Por otra… me aterraba.

—El verano se nos va, mi paya. —me dijo con una sonrisa, despertándome otra vez de mi ensueño.

—Nah, hasta finales de otoño nada.

—Calla, calla, calla, si mira el frío que hace a veces. A principios de Octubre ya verás qué frío.

—Hm, me ampararé entre tus brazos. —le dije sonriendo.

—¿Hm? —le pilló de imprevisto.

—Es coña. Si quiero que dejes de acosarme.

—Pues pareces muy cómoda conmigo.

—Porque… estoy esperando esa sorpresa. Y porque estoy atontada hoy.

—Ayyy… —dijo en su timbre gitano. Cómo me encantaba oírle cantar, joder. Pero eso era malo. Yo quería alejarme de él. Le dejaría invitarme, ver la sorpresa y le mandaría a la mierda. Trajeron las raciones y picamos como locos. Tras haber consumido, y Onai dejar una buena propina, preguntó que dónde estaba el baño. Me hizo un gesto con la cabeza. Me asusté. ¿Quería enseñarme cocaína? ¿Droga? ¿Hacerme volar?

Siguiéndolo, llegando donde los baños, se giró para agarrarme con fuerza y lamerme en la mejilla.

—E-espera. —le pedí. No atendió a razones. Me metió corriendo en el baño de las señoritas y trancó la puerta. Me lanzó contra el retrete, cayendo mi cuerpo sentándose sobre él. Estaba cerrado, al menos. No me daba tiempo a reaccionar. Estaba dejándome llevar por aquel animal salvaje. Asomó el pene por la cremallera de su pantalón y lo introdujo en mi boca. No quería hacerlo. No me apetecía chupárselo. Pero no podía negarme. Era… ¿contrario a mis deseos? Le enviaba órdenes al cuerpo, pero éste no reaccionaba. Quien reaccionaba era mi lengua jugueteando con su glande. Él retiraba e introducía su pene en mi boca. Alcanzaba mi campanilla en ocasiones. En una de esas rozó la garganta. Me produjo una arcada y casi le vomito encima. Pero él no se contentó con eso. Mientras yo tosía por su brusquedad, él me levantó y me giró, poniéndome contra la pared. Mis rodillas se subieron al retrete, y él subió mi vestido. De un mordisco trabó mi tanga y lo bajó con los dientes. Luego exhaló todo su aire sobre mis nalgas. ¿Qué ibas a hacerme? Por el culo no, por favor. Sé que lo deseas porque has visto que tengo la regla pero…

No, no me folló por el culo, sino que me lo comió. Primero le dio un lametón al agujero, incomodándome. Pensé que quizá no estaría bien lavado o que no le gustaría. Él no pensaba en nada. Su lengua, húmeda, se restregaba en mi agujero. Pude sentir cómo se masturbaba al mismo tiempo que iba penetrándome con el músculo más elástico del cuerpo.

—N-no… Para… —le pedí en gemidos. Estaba sintiendo más incomodidad que placer. Pero a él no parecía repugnarle. De hecho jadeaba y gemía de placer, como si estuviera degustando un manjar. De ser sólo un movimiento lineal a ser uno circular. Su lengua fue un torbellino dentro de mí. Sin darme cuenta mis ojos se pusieron en blanco. Miraron hacia arriba mientras los párpados se me medio cerraban. Mordí mi labio inferior al mismo tiempo que gemía. Entonces él me devoró el ano. Comenzó a comerme como si estuviera besando mis labios. Su lengua rozaba, entraba, salía. Sus labios me humedecían por completo. Y en ese momento sacó un poco de aire para decirme:

—¿Sabes lo mejor? No he cerrado la puerta con pestillo. Podría llegar cualquiera.

—¿Eh? Es-espera. Cier-… —no pude hablar, sólo apretar con fuerza mis dedos mientras contenía los gemidos. Y, sin darme yo cuenta hasta que fue demasiado tarde, metió sus dedos en mi vagina y agarró el tampón, tirando de él. —¡No! ¡Eso sí que no…! —un borbotón de sangre salió. Por fortuna mi vestido estaba subido y no se ensució. Por desgracia él sí. Pero no le importó en absoluto. Esa falta de escrúpulos. El follar cuando se tiene que follar. El tratarme de esa forma, un poco humillante, pero pasional, era lo que me atraía de él. Sustituyó el tampón por su pene, el cual entró de maravilla por la lubricación de la sangre. Sentí mi vagina demasiado sensible. Y él se dio cuenta de ello, tratándome con más delicadeza que de costumbre. Sentí la sangre cayendo por mis muslos a la vez que su piel se unía a la mía. Primero con delicadeza, retirándola y entrando con suavidad. Incrementó el ritmo cuando se dio cuenta de que yo me estaba acostumbrando. Pero el morbo de que me estuviera follando con la regla cuando nadie más lo había hecho precipitó el orgasmo. Fui sintiendo cómo llegaba progresivamente. Fui sintiendo cómo la escala iba aumentando su intensidad hasta yo explotar de pasión.

En mi orgasmo contraje más mi vagina, saliendo más sangre aún de mí. El placer sobrepasaba la vergüenza. Apreté los dedos de los pies mordiéndome el labio. Aquel pene estaba dándome el mayor orgasmo que había sentido en toda mi vida. Y cuando parecía irse, volvió a sorprenderme metiendo su dedo índice en el ano, sumándole más intensidad y duración al orgasmo. Mientras me corría me asaltaron escalofríos. Lo mejor fue sentir cómo él iba reduciendo la velocidad a medida que mi orgasmo se marchaba. Tenía una sincronización perfecta en el sexo, a lo que me percaté de que él aún no había finalizado. Se separó de mí, sintiéndome yo vacía. Pero reaccioné con rapidez. Abrí la tapa del retrete y me senté sobre él mientras se marchaba la sangre que quedaba en mí. No supe a dónde fue él. Mis ojos estaban cerrados, evadidos de este mundo. A los dos minutos apareció con el pene limpio. Se lo había lavado en el lavamanos. Al menos quitado la sangre. Lo volvió a llevar a mi boca. El sabor fuerte a vagina y metálico a sangre no se habían ido. No me gustó en absoluto. Contraje mi cara. Él retiró su pene, pero mientras lo hacía mi boca lo siguió, deseando volver a metérmelo. No me gustaba su sabor, pero sí el placer de chupárselo. ¿Me había vuelto una zorra? No, estaba sacando a la mujer que llevo dentro. Pasé de ruborizarme a decidirme. Llevé mi dedo a mi clítoris y me masturbé mientras él me penetraba la boca y yo le daba lametones a su glande. Con la mano que me quedaba libre agité su pene al tiempo que me lo comía. Y de pronto alguien fue a entrar, pero él alargó una pierna e impidió que la puerta se abriese.

—¡Ocfupadfo! —dije con la boca llena.

—Rápido, por favor. — nos urgió.

Nos habían pillado. Aquella mujer necesitaba entrar ya de forma urgente. No iba a irse. Iba a esperar a que yo acabase. No había marcha atrás. Onai se giró, cerró el pestillo, y volvió donde mí con su pene desesperado por correrse. Ahora era él quien estaba a mi merced. Me habría deleitado más si no hubiera urgido. Por las prisas me fui corriendo. Era un orgasmo normal, no muy intenso. Aun así se agradeció. Fue la guinda del pastel. Y mientras yo lo hacía él eyaculó en mi boca. No me gustó el sabor de su semen conque no lo tragué. Lo fui escupiendo a medida que él seguía corriéndose. No dejé de agitarlo ni de lamerlo. Cayó en su mayoría sobre mis piernas. Él se echó hacia atrás y se apoyó en la pared. Sus tirantes blancos se habían echado a perder. Yo estaba demasiado cansada como para hacer nada. Lo miré con una sonrisa de oreja a oreja. La misma sonrisa con la que él me miraba. Se guardó el pene, ya flácido, y yo me subí las bragas. No llevaba tampones a mano. Me iba a manchar entera.

—¿Te gusta la sorpresa? —me preguntó.

—Aún lo estoy procesando.

Amplió su sonrisa. La mujer de afuera siguió llamando. No supe reconocer sus frases. Él cogió y abrió la puerta, tan pancho. La mujer ni quiso fijarse en que fue un hombre quien le abrió. No quiso ni analizar la escena. Lo haría después de que acabase de vomitar. Él y yo salimos, yendo al coche en una carrera. Pero, mierda, aún no me había limpiado el semen.

 

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