La vida del nini. “Ni estudia, ni trabaja”. Un término famoso por España. Padres que consienten demasiado a sus hijos. Por culpa de eso el país va como va. Y por eso yo estaba como estaba. Aunque, vaya, asomarse por la ventana te hacía ver que todo el mundo estaba igual. Los que al día anterior cantaban, en éste empezaban a fumar porros desde primera hora. Al llegar la tarde acabarían tan colocados que no podrían ni moverse. Y yo observándoles en pijama todavía. Miré hacia la izquierda donde vi venir a una antigua compañera de clase, trayéndome recuerdos que preferiría borrar. Cerré los ojos y el dolor fue llegando poco a poco a mi corazón. Antiguos amores, estudios fracasados, gente del barrio molestando…
Me eché hacia atrás y me hice una bola sobre la cama, con esas ganas de llorar que te impiden sonreír, que te impiden mirar hacia el futuro. El sol entraba, bañando de luz toda la habitación. Yo quería que se fuera, que hubiera nubes gigantescas cubriendo todo el cielo, llorando sobre mí. Porque cuando llueve todo el mundo está más tranquilo. Se recluye en sus casas y no sale de ellas. No hay gente cantando distrayéndote. No hay gritos de niños jugando impidiéndote concentrarte. No hay… vida…
Lloré sin darme cuenta, pero abrieron la puerta de repente. Era mi hermana preguntando por algo que no recuerdo. Yo me cubrí el rostro para que no me viera y contuve el llanto, respondiendo con frases cortas como “no sé”, “no”, “ni idea”. Cuando se marchó ya se me quitaron las ganas de llorar hasta dejarme el pulmón. Volví a mirar por la ventana y respiré el cálido aire de un día de verano.
Aquel día…
Aquel día mi vida cambiaría para siempre. Y yo aún no era consciente de ello.
Lo primero que hice fue vestirme con un chándal morado y negro, de éstos de diez euros, y unas deportivas blancas. Salí temprano y me alejé antes de que los vecinos empezasen a molestar. Intentaba gastar lo menos posible. Ya que no hacía nada, tampoco quería suponer un gasto notorio, pero hacía tanto sol que cualquiera se atrevía a ir andando. Cogí un bus, apretujada durante quince minutos por gente desconocida que olía mal, y llegué a mi destino.
Al respirar el aire de la bahía se me purificaron los pulmones. Era una especie de santuario mío a donde ir cuando me aburría o me deprimía. Me puse a andar observando el paisaje. La mar brillaba. Era Junio. Las playas se llenarían de extranjeros que cuando les da el sol se ponen colorados. De guiris con calcetines en las chanclas. Y la paz de aquella ciudad se vería interrumpida por el continuo ajetreo de los turistas. Todo se volvería agobiante y pesado. Como el autobús.
Pero no ahora. Ahora se estaba de lujo. Con una brisa fría que luchaba contra el calor pegajoso del sol, además de poca gente. Me senté en un banco a mirar las pequeñas olas de la bahía. Había unos cuantos pescadores matando el tiempo allí. Eran las doce de la tarde. Yo debería estar en clase, preparándome para los exámenes finales y acabar otro año. Pero no era capaz de ello. Así que preferí recluirme en mí misma viendo el sol reflejado en el agua, sintiendo el calor en mi piel. El invierno que pasamos fue cálido. Eso vaticinaba uno lleno de lluvias y de frío, así que debía aprovechar aquel verano. ¿Pero con quién? Me había alejado de mis amistades. Ya no salía de fiesta. Me había quedado más sola que la una.
Mi mirada triste se quedó clavada en el movimiento del agua cuando un tío buenorro pasó delante de mí. Estaba haciendo footing, el jodido. No sé por qué me llamó tanto la atención. Me pareció verle una cara preciosa, al mismo tiempo que un cuerpazo, aunque estuviera escondido por un chándal de marca color grisáceo y rojo. Pasó tan rápido que no pude analizarlo más, sólo mirar su culito terso y marcado. No sé por qué me excitó tanto ver a aquel hombre, sudoroso, ejercitándose y con una cara angelical. Sí, esa clase de chicos con los que hablas y te percatas de que ni entre veinte de ellos juntan media neurona. Si acaso un polvo y nada más. Ni eso. Regalar tu cuerpo a un estúpido sólo por un calentón es malgastar el tiempo. Porque los tontos no hacen bien el amor. No saben cuándo están haciendo daño, cuándo van muy rápido o la meten demasiado. O dónde tocar y en qué momento. O con qué intensidad hacerlo. Sólo se creen que por estar buenos ya te va a llegar solo el orgasmo. Negué con la cabeza. Ya había matado todas las ganas de devorarlo. Pero entonces volvió a pasar delante de mí. Aquella vez me fijé mejor en su rostro. Dios, era más bello que la primera vez que se lo vi. Pelo corto castaño, mandíbula marcada con barba de unos pocos días. Nariz afilada y mentón pronunciado. Los ojos eran azules claritos, más que el mar, bajo unas cejas finas y seductoras. Giró la cabeza y sus ojos chocaron con los míos. Me dedicó una sonrisa que pareció reflejar la luz del sol. Brilló como un puto anuncio de una pasta de dientes. Me ruboricé y le aparté la mirada. Se alejó corriendo. Me guardé las ganas de ver hacia dónde iba, orgullosa yo. Era el típico hombre que podía tener a quien quisiera. Y, aunque dijeran lo mismo de mí, la verdad es que no me atrevía a iniciar ninguna conversación. Era tímida. Mucho. Demasiado. Aunque enseguida cogía confianza. Pero, joder lo que me costaba…
Intenté pensar en otra cosa. Tragué saliva y miré otra vez al mar. Pero ahí volvió. ¡Puto! Apenas habían pasado dos minutos. Me hice la orgullosa e intenté no mirarlo. Pero cuando pasó delante de mí me quedé mirándole el culo, y estando así él se giró y justo pilló la trayectoria de mi mirada.
Se me cortó la respiración. Mierda, hacía años que no me pillaban humillándome de esa forma. Y la última vez yo estaba borracha, conque no me importó. Era más vergonzoso de lo que recordaba.
A los dos minutos él volvió a pasar delante de mí, y otra vez, y otra, y otra. A punto estuve de gritarle qué demonios le ocurría. ¿Coincidencia o provocación? Pero como era tímida… a la decimocuarta vez fue él quien me dijo:
—Chica, voy a acabar ahogado si no me dices nada. —me quedé trabada, sin saber qué responder. Sólo me salió:
—Que te des una ducha. —todo borde.
—Jaja, si me voy ahora te perderás la oportunidad de conocerme.
—Ya, también tú perderías la oportunidad de conocerme a mí.
—Sabré vivir con ello.
—¡Lo mismo digo! —soné como una niña pequeña que dice: «pues me enfado y no respiro».
—¿Vienes mucho por aquí? —preguntó como si empezase de cero. Cambió de táctica.
—No. Es bonito pero yo vivo en las afueras. Tengo que coger casi dos autobuses para llegar.
—¿Casi?
—Depende de las líneas. Es un asco.
—¿Puedo sentarme?
Me encogí de hombros.
—Si no me matas del olor a sudor…
Sonrió. Se sentó a mi lado. Chorreaba por todos los poros y, aun así, en lugar de oler a sobaco olía a una colonia cara cuya fragancia me hechizaba. Joder, odiaba a los hombres cuyo olor era tan rico. Me embelesaban sin apenas esfuerzo.
—Me llamo Eric, encantado.
—Yo Yanira.
—No te doy dos besos porque te empaparía de sudor. Y no quieres eso, ¿verdad?
—¿Quién quiere que la pringuen de sudor? —pregunté mientras lo pensaba y me daba cuenta de la respuesta. Él me alzó una ceja, como diciendo: «tú misma te respondiste». —Oh…
—Sí, «oh…»
Y, cuando quise darme cuenta, había perdido la noción del espacio tiempo. Mis labios estaban besando los suyos en un frenesí sexual. Mi corazón se aceleraba. Agarré los pelos de su nuca con fuerza mientras sus manos sobaban mis nalgas. Estábamos en su casa. No sé cómo habíamos llegado hasta allí. Tampoco sabía muy bien qué es lo que estaba haciendo. Me estaba dejando llevar por la lujuria. Odiaba hacerlo, pero en ese momento me encantaba. Por un segundo nos separamos, mirándonos como dos desconocidos que se desean con locura. Besó mi cuello mientras deslizaba su mano derecha por debajo del pantalón, aferrándose sus dedos a mi glúteo. Con la mano que le quedaba libre fue bajando la cremallera de la chaqueta de mi chándal. Me quedé un poco desarmada en ese instante. Dejé que me hiciera lo que deseara como si tuviéramos la confianza de unos novios.
La mano que estaba agarrando mi culo rodeó mi cadera para adentrarse en mi tanga. Pronto la yema de su dedo corazón rozó mi clítoris, dándole una sacudida a todo mi cuerpo. Quiso jugar con él. Al principio se le escapaba, sintiendo yo oleadas de placer yendo y viniendo, hasta que consiguió cogerle el punto y empezó a hacer movimientos circulares, otorgándome un placer continuo que me obligó a clavarle mis dedos en sus hombros. Con la otra mano me retiró el top, descubriendo mis pechos, a los cuales llenó de saliva lamiéndolos como si estuviera sediento. Su lengua hizo los mismos movimientos en mi pezón izquierdo que su dedo en mi clítoris. En ese instante un chorro de fluidos salió de mi vagina, cayendo en su mano. Sonrió al sentirlo. Se quitó la parte de arriba, mostrándome unos abdominales muy marcados junto a un pecho esculpido. Lamí su torso, desde el ombligo hasta el cuello, y otra vez sus labios. Se retiró el pene. Pude sentirlo impactando contra mi tripa mientras nos besábamos. No pude verlo, pero pronto lo vislumbraría entrando en mí. La punta bajó lentamente por mi piel mientras nosotros seguíamos devorando nuestras bocas.
Con un par de sacudidas de la cadera el pantalón se me cayó al suelo. Pisé un extremo mientras sacaba las piernas. Su pene bajó hasta que su glande chocó contra mi clítoris. El tacto blando me proporcionaba un placer que me desvanecía. Sentí desmayarme entre sus brazos. Pero él agarró mis nalgas otra vez y me alzó, poniéndome contra la pared, entrando poco a poco su pene en mi vagina. No necesitó ser cortés o sutil. Se hundió en mí perfectamente, adaptándose su polla dentro de mí. La sentí atravesándome poco a poco, llegando hasta el fondo, temblándole a él también de placer.
Entonces abrimos los ojos y nos miramos. Los dos teníamos la cara contraída por el placer. Pero la suya cambió a una más seria, más seductora, acompañada de sus ojos azules grisáceos. Retiró el pene, dejándome vacía. Mis piernas, que se suspendían en el aire, se pusieron detrás de él, empujándolo hacia mí. Su torso se apretujó contra el mío, y su pene me llenó entera. Empezó a embestirme mientras seguía mirándome. Yo también me puse seria, mirándolo mostrando los dientes, gruñéndole para luego gemir como una loca. Un ardor increíble nacía en mi vagina mientras se iba extendiendo por mi cuerpo. Cada embestida aceleraba mi corazón, el cual enviaba adrenalina a todos los rincones de mi cuerpo. Mis uñas se clavaron en su espalda. Procuró un pequeño grito de dolor. Aceleró su ritmo, llegándome el orgasmo. Un orgasmo que hacía años que no tenía. Un orgasmo que hizo vibrar a todo mi cuerpo, arrebatándome toda posibilidad de defenderme. Él, al ver que me corría, gruñó, mordiéndose más el labio, haciendo un sobreesfuerzo esperando a que el subidón se me bajase. Y, cuando vio que mi cuerpo se relajaba, retiró su pene, eyaculando sobre mi torso. En ese momento se lo vi. Alargado, con una ligera curvatura y de grosor en su justa medida. Sin darme cuenta tenía mi lengua deslizando por mis labios. Sacudí mi cabeza. Él no había visto eso, por fortuna. No quería quedar como una guarra total. Aunque, vaya, apenas cinco frases y ya estábamos así…
—Lo siento. —me dijo él, cogiendo un poco de papel para limpiarme. Yo me reí absurdamente. Él me miró con una sonrisa de oreja a oreja que me pidió que lo devorase otra vez. Dios, Eric, o como te llamases… ¿Qué habías despertado en mí?
¿Por qué fue? ¿Desesperación? ¿Atracción letal?
No. Aburrimiento.
Me limpié, aún con una sonrisa incómoda.
—Lo siento yo. —le dije. —Es la primera vez que hago esto.
—¿El qué?
—Así, sin conocerte. Llevaba tanto que… No sé. Nada. Olvídalo. —dar explicaciones era más incómodo que el acto en sí. Nos volvimos a sonreír estúpidamente cuando él dijo:
—Ya, yo tampoco lo suelo hacer.
—Anda ya.
—¿Hm?
Nos fuimos vistiendo mientras hablábamos.
—Los hombres… sois considerados como conquistadores. Podéis estar con una, dos, cuatrocientas a la vez, y nada cambiará. Sin embargo nosotras…
—Para mí es lo mismo.
—¿Eh?
—Sí. Es decir, si yo he sido un tío fácil por apenas conocerte y llevarte a mi cama, o a mi pared… —reímos. —entonces no tengo derecho a pensar mal de ti por hacer lo mismo. Sería hipocresía, ¿no?
—Sí… —dije sintiéndome a gusto con él, brillándome los ojos.
—Toma, mi número. Por si quieres quedar y hacer alguna otra cosa distinta.
Sonreí. ¿Y si no quería hacer nada distinto…?

 

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