—Coño, esa frase es de Manolo García. —me dijo Onai después de que le contase que mi hermano se había ido y de lo que me había dicho. Bueno, no todo. Aunque me tentase decirle: “me gustaría tener un harem de ti y de Eric” me contuve. —Tengo algo de él por aquí.

—Ya, ya… da igual. Déjalo. No me apetece escucharlo.

—¿Por? Si canta de puta madre el jambo. ¿Estás triste por lo de tu hermano? —se acercó a mí. Estábamos en su casa. Él en tirantes blancos, como si no fuera invierno. Yo sobre su cama, sentada.

—No. O sea, un poquito sí, pero… sé que volveré a verlo. —sonreí.

—Aviones plateados… rozando los tejados…

—¿Eh? ¿También de…?

—Es que la tengo pegada. Déjame ponerla, anda.

—Si pones luego alguna mía.

—Pf… Va, acepto.

Puso en la mini cadena la canción que tatareaba y se sentó enfrente de mí.

—Aún no hemos hablado de…

—Dime…

—De lo que pasó entre Eric y yo.

—Que me fuiste infiel. Porque yo creo que ahí ya lo habíamos formalizado.

—Sí…

—Pero también sé que estabas confusa. Me da igual siempre que no vuelva a repetirse. Yo también le fui infiel a la otra novia que tuve, aunque fue porque no la amaba. Y según tú me amas.

—¿Crees en el karma?

—Creo en la capacidad de perdonar. Pero sólo una vez. A la próxima…

—Hablaré con él. Le dije que le fui infiel, y quiero aclararlo con él en persona.

Su rostro se nubló mientras en mitad de la canción se escuchaba la guitarra española embrujando al oyente.

—¿Y si…?

—No sucederá nada.

—¿Y si sucede?

—No sucederá. No, ya no.

—Quisiera creerlo.

—Te lo juro. Y esta vez de cora.

—De garlochi.

—Sí… —significaba corazón en calé.

—Te creeré. Pero por última vez. Oye, ya tengo plan para que Sarai se enamore de un hombre. Ya no es sólo por estar a tu lado. Es por no querer engañarme a mí mismo casándome con alguien a quien no amo.

—Puedes aprender a amar.

—No. Me arrepentiría. Si no fuera ahora, sería en diez años, o veinte, da igual.

—Cuando tuvierais hijos que sufrieran los mismos males de amores que sufrimos ahora, ¿no?

—Jaja, sí… ¿Qué consejos tendría yo para ellos si no supe aplicármelos? Sería un cínico. Y yo no quiero eso.

—Hostias, qué bien hablas.

—Cada día mejor, mi paya.

Nos sonreímos.

—Entonces… ¿quién es el afortunado?

—El Johnny.

—¿Qué? Si me metía fichas un día de discoteca. Ése…

—Ése es un trozo de pan. Le mete bonus a to lo que pilla porque se siente solo y necesita amor. Pero cuando lo amarren será perro fiel.

—Sarai es cosa tuya. Es decir, si le hace daño entonces caerá sobre ti la culpa.

—Mea culpa, mea culpa. Pero tú tienes que ayudarme.

—¿Qué? ¿Cómo?

—Yo me la llevo a ella de fiesta, y tú a él. Les dejamos un encuentro casual y…

—Qué simple eres. ¿No será sospechoso? Que justo ellos se enrollen cuando salían con nosotros. Es decir, cualquier persona con dos dedos de enfrente vería que hay gato encerrado.

—Lo que importa es el resultado, no el gato.

—A ver, a ver. Si el Johnny éste siempre sale de fiesta. Da igual que yo me lo lleve que no.

—Pos sales de fiesta con ellos. Con la Jenny.

—La última vez acabé hecha mierda y vomitando. —y ella tirándose a mi hermano junto a Laura, me ahorré.

—Yo he llegado a vomitar en bolsos ajenos, no te preocupes. Si además estarás pendiente de que salga bien en vez de beber y tal.

—Sí… Oye, ya ha pasado la canción y el disco sigue sonando. ¿Pones de las mías?

—No, espera.

—Eh…

—Chsss, primero el plan. Luego la música que tú quieras.

—Venga…

—Pos luego los presentamos. La presento al grupo.

—Si ya lo conoce.

—Ah, sí… Joer.

—Apenas ha estado con ellos pero…

—Sí, sí, sí. Calla, a ver…

—¿Que calle…? Oye, ¿por qué no te pones la ropa del otro día?

—Chiiica, estoy en casa. Como si me pongo en bolas.

—Para que entre de pronto algún primo tuyo y piense lo que no es.

—¿No? ¿No sería lo que pensase?

—No… —negué con la cabeza. Él se fue acercándome, echándose sobre mí, tumbándome sobre la cama encima de mi cuerpo, con sus brazos posados para sostenerse y no aplastarme. Pero así los tirantes caían, quedándole holgados, y yo podía verle los abdominales. Besó mis labios y empezó a insinuárseme. Pero el cuerpo no me lo pedía. Ni aunque él diera el cien por cien de sí. Se dio cuenta.

—Estás dura, ¿eh?

—Sí… Estoy… en otro mundo. Es decir, pensativa.

—Déjame quitarte esos pensamientos…

—No, no. En otro momento, de verdad. Ahora no tengo muchas ganas.

—Ay, esta chica. Me va a dar más penas que alegrías.

—¿Entonces por qué estás conmigo?

—Porque me gusta el dolor. Y porque la guitarra me gritó tu nombre.

—Ah, ¿sí? ¿En qué acorde?

—En Fa.

—Fa… falló.

—No lo creo.

Me encogí de hombros.

—El tiempo lo dirá, ¿no? Si nos equivocamos.

—Yo sé que no.

—Muy seguro estás.

—Intento estarlo siempre. —me dedicó una sonrisa que derretía hasta el iceberg más helado.

—Bueno. Pero de aquí al viernes falta casi una semana entera.

—Esta chica vive en las nubes. ¡Que hay fiesta mañana!

—¿Dónde?

Me dijo un pueblo remoto cuyo nombre ya ni recuerdo. De ésos que nadie conoce excepto por sus fiestas o algún producto muy característico. Sí, en plan: “El queso de tal, tal, tal”. O “la leche de vaca de tal, tal, tal”. Pues ese pueblo.

—Vaya pereza. ¿No está a doscientos kilómetros?

—Sí, claro. En el quinto coño. Está a cincuenta.

—Pues eso, a quinientos kilómetros.

—Jajaja. Retrasada.

—Payaso. —me reí con él.

 

Siguiente