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Capítulo 12.1 – Fiesta de Sangre

 

– Recta final. – dijo Akira.

– Cuesta final, más bien. – le dije yo.

– ¿Sobreviviremos? – preguntó Marc. Eché un vistazo a la parte de atrás del coche, el cual era de uno de los pueblerinos. Sin rastreador, ni nada por el estilo. ¿Sabría la Wicca que estábamos tras ellos?

Recogimos a Cris, que entre Marc y ella llevaron a Chorro en los asientos traseros, tumbado y sudando debido a todo lo que habíamos vivido. Ella me besó al verme sano y salvo, pero al contarle mi plan de ir a por la Wicca sus ojos se apagaron. Estaba harta de tanta muerte, pero no había más manera.

Akira conducía el coche, y yo iba sentado de copiloto junto a él. Condujimos por la carretera hasta llegar a la ciudad en donde habíamos cogido el autobús. La decisión ya estaba tomada. No había vuelta atrás. Mis compañeros se preguntaron qué hacíamos ahí. Sólo Akira y yo lo sabíamos. Nos bajamos del coche, a la luz de una farola que parpadeaba, casi fundida.

– Cris… – le dije, apartándola un poco. – Te quiero. Te quiero con locura, lo sabes, y siempre lo sabrás. Todo este tiempo a tu lado ha sido un regalo para mi vida y para mi alma. Has sido…

– Calla, me estás dejando, ¿verdad?

Asentí con la cabeza. Nos miramos, con tristeza en la mirada, y nos besamos, con pasión, como punto y final a una relación preciosa que podría haber tenido futuro en otro lugar, y en otro contexto.

– No puedes venir conmigo. – le dije. – Soy malo para ti. Puedo ponerte en peligro. Ésta no es la vida que te mereces. Me da igual que digas que la escogiste. Sólo te traería problemas, miedos, traumas, daños, y, quizá, la propia muerte. Lo siento…

– Yo también sabía todo eso, pero fue bonito ilusionarme. – dijo con la voz temblándole, aguantándose las lágrimas que no dejaban de salir por sus ojos.

– Te amo.

– Te amo…

Me entraron ganas de llorar. De hecho lo hice. Marc y Akira se encargaron de llevar a Chorro en brazos. Alquilamos un hotel, diciendo que estaba muy borracho pero que se le pasaría, y dejamos a Cristina cuidándolo. Ella era quien tenía las libras, por eso nos lo pudimos pagar. Entonces, en la habitación, le dije:

– No sé si sobreviviré, pero sé que cuando muera, tu rostro será el que me acompañe.

– No seas idiota… Sobrevivirás, sí.

– Éste es un adiós. Quiero que te vayas mañana por la mañana a tu casa en un avión diciendo que perdiste el pasaporte, que escribas sobre lo que has visto y que lo vendas como si fuera un libro de ciencia ficción. Malgasta el poco dinero que te dejo en publicitar tu libro, y con suerte, pero sólo suerte, conseguirás venderlo.

– Yo quiero que sea contigo…

– Estoy seguro de que serás muy feliz.

– Deja esta vida…

– No puedo. Ojalá pudiera, de verdad, pero…

Me robó un beso.

– No digas nada más. – me pidió. – Te amo…

– Te amo…

Fue la última vez que la vi. Nunca más volvería a saber nada de ella. Cerré la puerta al salir, escuchando su llanto desde el pasillo, mientras yo contenía el mío con sollozos que me ahogaban. Bajamos en el ascensor y nos dispusimos a dar el golpe final. ¿Final? No, ojalá hubiera sido final, pero aún faltaba recuperar el medallón y evitar que el ángel caído renaciese.

Marc, Akira, y yo. Nos dirigimos al poblado de la Wicca, con las armas que ellos mismos nos habían dejado, y las que cogimos de los cadáveres de los suyos.

– ¿Cómo estás? – preguntó mi viejo amigo.

– Mal. – mi alma se había fragmentado en tantos pedazos que me sería imposible volverla a recomponer. Quería llorar, patalear, gritar. Era el fin de una aventura larga que había vivido junto a ella, repleta de amor, besos, pasión, caricias, y sueños. Era el fin, en una fría y húmeda noche en Inglaterra. Supe que yo nunca volvería a tener pareja, ni a ser feliz. Realmente sabía que no iba a sobrevivir a lo que estaba por llegar. Por eso tomé la siguiente decisión. – No te preocupes, esto se cura.

Frunció el ceño, hasta que vio lo que hice. Arranqué el medallón de mi cuello, y pude dejar de sentir el dolor que me causaba abandonar a otra mujer a la que había amado, quizá la que más. Mi alma rota dejó de sentir dolor, para sentir odio y frío. Lancé el medallón al fondo del coche, y cargué las armas, dispuesto para la guerra.

– Pienso exterminarlos. – dije.

– No te excedas. – me intentó calmar Akira, pero al ver que mis ojos empezaban a oscurecerse calló.

– ¿Todos los wiccanos son así? – preguntó Marc.

– No, debe de ser un grupo único. – dijo Akira.

El mal fue poseyéndome. Por momentos, quería apartar a mi amigo del volante y conducir yo al doble de velocidad, aunque implicase matarnos en un accidente. Impaciente, relamí mis labios, oliendo después la saliva seca en ellos. Me faltaba el sombrero. Mi gabardina nueva estaba agujereada. Menuda imagen tenía yo…

– ¿Qué dirán los ingleses al ver el pueblo lleno de cadáveres? – preguntó Marc.

– Lo ocultarán, como acostumbran a hacer. – dijo Akira. – No suelen ser personas con mucho contacto. Toda la familia ha muerto allí.

– Ha sido asesinada. – dije yo. – Por mí. Yo los fui matando uno a uno. No tenían defensas, sus cerraduras eran paupérrimas, casi oxidadas. De un golpe se podían abrir. Y no me costó nada arrebatar sus vidas. Al menos no había niños.

Sentí miedo por parte de Marc. Akira intentaba mantener mejor la calma. Miré al soldado loco.

– Si quieres irte, estás a tiempo. – le dije.

– No.

– El contrato no incluía matar humanos.

– Sí, incluía matar a todo ser maligno.

– No seas como Cristina. Se pensaba que podría aguantar todo, pero desde el momento en que nos siguieron verdaderos seres infernales supe que no duraría mucho tiempo a nuestro lado. Justo paré nuestra relación sinsentido cuando más en peligro estaba, y tú también puedes salvarte. Quedan quince minutos para llegar, ¿te arriesgas?

– Qué remedio. – dijo, encogiéndose de hombros. Ese gesto… me alegró, calmándome momentáneamente. Teniendo sentimientos acaricié la cinta de casete. Como bien previne, estaba reventada, hecha mierda en mi pantalón. El niño que yo era había muerto. Dejé sus restos en el bolsillo. Total, no me molestaban. El mal volvió a mí, incluso más fuerte, y el odio predominó por encima de cualquier otro sentimiento. Al llegar les comenté mi plan, y comenzó la función.

Akira y yo anduvimos hasta el lugar donde nos habían dado la misión. Varios guardias nos apuntaban con sus armas. Nosotros llevábamos las que nos habíamos llevado. Marc era el encargado de que el plan funcionase bien. Acechando desde el bosque con el arma con mirilla térmica. Entramos en la casa aquélla, atendiéndonos un mayordomo.

– Pasen, por favor. – nos pidió con cara seria. Nos llevó hasta una habitación que contrastaba con el exterior de la casa. Era excelsa, muy iluminada, con paredes de color vainilla, y candelabros por doquier, con unos cuantos sillones y una chimenea apagada enfrente de ellos. Nos sentamos en aquella habitación lujosa, y del fondo salió Gary Oldfield, del cuarto tétrico al que nos había llevado la pelirroja.

– ¿Qué noticias traéis? – preguntó sin saludar siquiera.

– Los secuestrados fueron sacrificados, – fui diciendo yo. – y nos cargamos a todo el pueblo. También vinieron unos guardias de aquí a intentar asesinarnos. Murieron nada más llegar. No eran buenos cazadores.

– ¿Qué te pasa en los ojos?

– Oh, es por la maldición que potenciasteis. – le apunté con una pistola. – ¿Por qué no nos las habéis retirado? – me referí a las armas.

Disparé a sus hombros, dejándolo en el suelo sin poder moverse, gritando. Akira se atrincheró detrás de los sillones, pero yo seguía de pie.

– ¡M, escóndete! ¡Te van a matar, y vas a hacer que me maten!

Disparos procedieron del bosque. Marc cubriéndonos el culo. En cualquier momento podía llegar una bala de fuera, atravesando una pared, y matándome. Cogí a Gary como escudo humano y fui moviéndome por las salas. Llegué a la de la mesa donde nos esperaron. Tres guardias me apuntaron, dudando si disparar o no, esperando alguna orden. De tanto esperar actué yo, eliminando a dos, escondiéndose el restante.

– ¿Por qué? – preguntaba Gary.

– Intentasteis matarnos, ahora os lo devolveré.

Lo empujé, deshaciéndome de él. Akira cubrió mi culo disparando a los que llegaban. Más disparos se oyeron procedentes del bosque, y luego procedentes de la ciudad. El guardia agazapado se levantó para dispararme. Sin moverme, recibí un disparo suyo en el pecho y se lo devolví, acertándole en el cuello. Iba a volver a dispararme pero actué más rápido que él, desarmándolo con una bala.

– Mierda, vete, no mates a mi gente, por favor. – me pidió Gary.

– Los pienso matar a todos. Y si hay niños también. Es la consecuencia de vuestro puto karma. Si no os hubierais metido, si no nos hubierais enviado a exterminar a toda una secta, si no hubierais aumentado mi maldición, esto no estaría sucediendo. Pero mírame. Voy a morir, sí o sí, y lo pienso hacer llevándome a un puñado de cabrones como vosotros.

Intentó levantarse. Disparé a sus nalgas. Cuatro balas en su cuerpo. Esperé que no se desangrase. Cogí el AK-47, dispuesto a gastar el cargador en todos los ingleses presentes.

– La bala se ha metido entre mis costillas. – dije en español, un poco dolorido. No era superman, aunque sólo sintiera odio.

– ¿Por qué no me matas?

– Fácil. Porque sabías que estaban muertos los secuestrados. Seguramente ni tu hija estuviera entre ellos. Pero nos enviaste para matarlos, y luego que nos matasen los tuyos. Hiciste todo el paripé de la sangre y el pelo porque sabías que no teníamos tiempo para hacerte nada, y que no viviríamos para hacerlo. Ahora vivirás con el remordimiento de que YO te quité lo que más querías, y que si se te ocurre intentar vengarte, tengo tu pelo, tu sangre, tu nombre, y tu fecha, y puedo hacerte cosas peores que la muerte si sobrevivo. Ahora… asiste a la fiesta de sangre.

Marc me llamó, diciéndome cuántos quedaban:

– Con armas creo que catorce, aproximadamente. Dos están buscándome. Uno sé que tiene rifle, ya que me ha disparado.

– ¿Te dio?

– ¿Importa?

– ¿Dónde?

– En la pierna. Creo que está rota, joder.

– ¿Dónde está el francotirador?

– En el campanario.

Me asomé por la ventana. Sin apuntar siquiera vacié un cargador entero al campanario. Las campanas sonaron. La gente gritaba horrorizada. Los guardias intentaban calmarlos, pero no había manera. Algunos escaparían. Los que quedasen… morirían.

– ¿Sigue vivo? – le pregunté.

– Está tirado en el suelo. – me dijo. – Tiene espasmos. No, ¡cuidado, a tu izquierda!

Me agaché. Varios disparos atravesaron la puerta que daba a la calle. Se los devolví. Los suyos fueron por la parte de arriba, pretendiendo tumbar a alguien que estuviera de pie. Yo le reventé los pies, y, al caer, lo reventé a él.

– ¿Más? – pregunté.

– Pera… – dijo, y sonó un disparo. – Vale, vienen a por mí cuatro. Van a encontrarme, porque no puedo huir. Estoy detrás de un árbol, malherido.

Colgué. Era su problema, por haber permitido que lo hiriesen. Así pensé yo. No me era útil si iban a asesinarlo. Akira entró en la sala, mirándome.

– ¿Marc? – preguntó.

– Lo persiguen cuatro en el bosque. Tiene la pierna rota.

– Mierda. – se quedó mirándome, esperando una reacción. No hice nada, y salió corriendo a ayudar al soldado loco. Gary seguía retorciéndose en el suelo, como una lombriz, quejándose del dolor. Me asomé por la ventana, viendo a Akira correr. Un par de disparos lo rozaron. Me sirvieron para revelarme la posición del que pretendía cazarlo. Acabé con él. Otro disparo acabó en el hombro de mi amigo, el cual cayó al suelo. Me vengué, entonces, del que lo había derribado. Fui hasta el centro del pueblo, disparando al aire, retándolos a todos.

– ¡Los que falten que vengan a por mí! – grité.

Me llevé otros dos balazos en la espalda. Caí, girándome, y disparando al que me atacaba. No logré darle. Mi fin se acercaba. Como vaticiné, Cristina no iba a verme de nuevo. Hice bien despidiéndome de ella. Y, como le prometí, iba a morir con una imagen suya grabada en mi cabeza. Dulce muerte…

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