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Capítulo 1.2 – Descanso

 

Salimos corriendo de aquel supermercado junto al desconocido que había surgido de la nada y nos metimos en nuestro coche. ¿Qué decir del trasto? Cuadrado, pequeño, cuatro puertas, cinco asientos, cuatro ruedas. ¿Para qué más? Feo como él solo, y dando problemas cada poco tiempo, pero un coche, al fin y al cabo. Eso sí, era negro. Discreción por encima de todo. Aunque siendo tan antiguo muy discreto no era.

Me acomodé en la parte trasera del coche, limpiando la sangre reciente de la estaca de plata con un pañuelo que solía llevar en la gabardina. Por fortuna la sangre no me había salpicado. Estaba harto de lavar constantemente la gabardina, cada vez más desteñida y aparentando ya casi un color beige. A mi lado se sentó la joven aspirante a escritora, con la cara desencajada.

– Espero que escribas un buen libro sobre eso. – le dije con una sonrisa. No me miró, tenía la mirada perdida en el infinito.

El desconocido no nos dirigió la palabra, ni nosotros nos molestamos en saber cómo se llamaba o lo que hacía allí. Se sentó en la parte delantera del coche, junto a mi compañero, el cual conducía.

La lluvia seguía cayendo fuerte. Las farolas iluminaban con pobreza las calles de aquel pueblo. Salimos a la autopista y llegamos a nuestro motel barato. Las cucarachas y las goteras no estaban en el alquiler, venían de regalo. 

Me acomodé en mi cama, que era tan blanda que casi me absorbe, e intenté conciliar el sueño, sin preocuparme por lo que había sucedido aquella noche, ni por la joven escritora que seguía con el shock.

Nuestros invitados durmieron en unos sillones que había allí. Tuvieron que dormir sentados, para su desgracia.

Pasaban las horas y mis ojos no dejaban de analizar una gotera que había en el techo. De vez en cuando caía una gota al suelo, poniéndome nervioso. Mis compañeros se habían dormido hacía tiempo. Todos, excepto yo, que me agitaba inquieto, como cada noche desde hacía un mes. Puse una almohada en el suelo para que la gota no sonase al estamparse. Aun así, afuera la lluvia galopaba sobre la ventana.

Por fin, tras tanto tiempo, mis ojos comenzaban a cerrarse. Qué emoción, qué placer. Dormir varias horas ya, en vez de tres o cuatro. Pero de repente el sonido de una cabecera de una cama rebotando contra la pared me interrumpió. Los de la habitación de al lado estaban teniendo sexo como posesos. Algún cabrón con su amante, a espaldas de su mujer, o con alguna prostituta. Si no, no tenía sentido que estuviesen en aquel motel de mala muerte. Me levanté cabreado dispuesto a llamarles la atención, pero de pronto acabaron. Eyaculador precoz, gracias a Dios. Sin embargo, los ruidos no acabaron. Encendieron la televisión y la pusieron en un volumen alto. Salí al exterior del motel, decidido a ponerle fin a aquellos ruidos.

Llamé a su puerta, empapándome yo debido a la lluvia. Se asomó un gordo calvo, con la tripa cervecera sobresaliendo de su camiseta, en calzoncillos blancos manchados y en calcetines.

– Qué. – me dijo, sin tono interrogativo.

– ¿Puede bajar el volumen de la televisión, por favor?

– No. – dijo, cerrándome de un portazo la puerta. Quise derribarla y correrle a hostias, pero me contuve, y en su lugar cogí la cámara que tenía en mi habitación de motel, me asomé por su ventana y saqué fotos con flash. Se enfadó y salió con ánimo de pegarme y romperme la cámara.

– Quieto, fiera. O bajas el volumen de la puta tele, o le envío estas fotos a tu mujer. – le dije, cabreado y dispuesto a partirle la nariz si sucediese. No atendió a razones. Alzó su puño contra mí, lo esquivé y golpeó a una columna, dejándose los nudillos en el acto. Agarré su cabeza y se la estampé contra la columna un par de veces. Entré en su habitación, saludé a aquella prostituta que me miraba con miedo y apagué la televisión. Después, registré los pantalones de aquel hombre. Llevaba unos doscientos euros encima. – ¿Cuál es tu tarifa? – le pregunté.

– Cuarenta euros… – me dijo tímida en un acento extranjero. La miré compadeciéndome de ella. Seguramente tuviese que aguantar a imbéciles como aquél para sobrevivir en este mundo cruel, por lo que le entregué todo el dinero que había en la cartera. Me acerqué hacia el imbécil, que estaba en el suelo encogido con las manos en la cara llena de sangre, y le quité el reloj que llevaba. Menos de cien euros no costaba.

– Toma. – le di el reloj. – Véndelo, o haz lo que quieras con él. – le dije, con un instinto paternal hacia ella.

Me lo agradeció y se marchó, después de vestirse, de aquel motel. Llovía, hacía frío, y ella caminaba sola en aquellas horas de la noche. Sentí impotencia por no poder ser capaz de cambiar su situación, pero así era la vida.

Arrastré al hombre aquel hasta dentro de su habitación y le cerré la puerta. Después me metí en la mía y observé a aquella joven. Cristina, se llamaba. Cris, para los amigos. ¿Por qué había sido tan tonto de llevarla conmigo? ¿De verdad esperaba un poco de amor por su parte? Ya había perdido facultades para ligar, y era torpe en ello. De todas formas, tampoco lo quería. Ni siendo una noche de pasión, ni siendo un amor duradero. Mi corazón no estaba para que se rompiese más veces. Prefería enfrentarme a mil seres del infierno que volver a enamorarme para volver a sufrir.

El desconocido abrió un ojo y me dijo:

– ¿No temes que llame a la policía?

– ¿Y que dé como excusa que estaba aquí tirándose a una prostituta? No, no lo hará.

Sonrió.

– Me llamo Richard, por cierto. – me dijo.

– Yo M.

– ¿M?

– Sí, M.

– ¿De qué viene?

Me encogí de hombros. Le di una respuesta, aunque no era la verdadera.

– De «morenazo». – ambos sonreímos. Me preguntó el nombre del resto de mis compañeros. Por un momento sospeché. ¿Y si aquel hombre no fuese otro cazador, sino un asesino que venía detrás de nosotros? Cada vez nos estábamos volviendo más incautos. ¿A qué se debía? Yo tenía excusa. Solía emborracharme a base de copas de whisky, encerrado en mi soledad, anhelando una vida mejor. No había superado todavía la muerte de mis padres, ni la falta de cariño por parte de una mujer. Sin embargo mi compañero se veía menos afectado por el asunto, más extrovertido, como si lo tuviese superado. Hacía ya siete años de la masacre, cuando éramos aún unos críos, y cuando empezamos a convertirnos en cazadores.

Después de un silencio en el que estuve adentrado en mis pensamientos le contesté:

– La chica Cristina. Quiere ser escritora, y yo quise ayudarla a ello. – volví a encogerme de hombros. – Soy un buenín, qué le voy a hacer. Y ése de ahí. – le dije señalando a mi compañero. – Se hace llamar Akira. Es un fanático del anime, le molan los nombres japoneses.

– ¿Por qué no dais vuestros verdaderos nombres? Estamos entre colegas de oficio.

Suspiré esbozando una sonrisa.

– La experiencia me dice que hay que fiarse cuanto menos mejor de la gente. Pero no es ésa la razón, sino… – se me hizo un nudo en la garganta y mi voz tembló. Las lágrimas casi acudieron a mis ojos, y me volví a preguntar cómo habíamos podido dejar a aquel hombre quedarse con nosotros sin preguntarle nada previamente. Y ahí estaba yo, casi a punto de llorar delante de él. – Unos demonios mataron a nuestros padres hace siete años. Se lo contamos a la policía, y no nos creyeron. Atribuyeron lo que vimos a imaginación de adolescentes. Desde entonces, comenzamos a interesarnos en este mundo y a vivir cazando. Tenemos algo de dinero por el seguro que heredamos de sus muertes, y con eso vamos tirando. No mencionamos ya nuestros antiguos nombres. Los hemos dejado olvidados. A veces me sigue extrañando oírle decir su nuevo nombre, Akira, cuando ya lleva siete años con él. La verdad es que lo dice con toda la naturalidad del mundo, y a las chicas eso les gusta. Bueno, eso y su aspecto juvenil imberbe. Maldito ligón. A veces pienso que ahoga sus penas con mujeres. Yo las ahogo con alcohol y sesiones de música de los ochenta.

Agité la cabeza. Volví a erguirme y a triscar mi espalda. Necesitaba desahogarme un poco con alguien ajeno. Ya lo había conseguido.

– ¿Y tú? ¿Qué haces aquí? – le pregunté.

– Seguir a un nido de esas criaturas.

– Sátiros las llamamos nosotros.

– Yo demonios. Llamo demonios a todos…

Sonreí. No era nada de extrañar.

– Los demonios reales suelen ser distintos. Más crueles, más feos, y pueden poseer a gente. Éstos solo adoptar forma humana, y hacen banquetes con sus presas. – le dije.

Asintió con la cabeza.

– ¿Encontraste su nido? – le pregunté.

– Sí, estaba en el supermercado cogiendo provisiones, pero os vi a vosotros enfrentándoos a aquellas bestias.

– ¿Y dónde se halla el nido?

– Por aquí, por las afueras.

– Tendremos que ir a por él, entonces.

– Me quitas un peso de encima. No sabía cómo pedíroslo.

– ¿Eres nuevo?

– Sí.

Reí. Veinticuatro años tenía yo, veinticinco mi compañero, y Richard tendría casi cuarenta. Los jóvenes eran más veteranos que el mayor en aquella situación. Alguna vez habíamos encontrado problemas debido a nuestra edad. A los entrados en años no les suele gustar tratar con gente tan joven, por mucha experiencia que tengamos.

– ¿Cómo os conocisteis? – me preguntó, intentando evitar una conversación sobre por qué él era un cazador.

– Éramos amigos de la infancia, crecimos prácticamente juntos. Nuestros padres solían quedar para hacer cenas y demás comidas familiares, hasta que… – recuerdos de aquella masacre me asaltaron.

– Entiendo. – dijo él, evitándome decir aquellas siguientes y horrorosas palabras.

Me serví una copa de aquel whisky barato de veinte euros. Lo bebí a pelo, con su sabor fuerte recorriendo mi garganta y revolviéndome mi estómago. Me acerqué al baño y me miré al espejo. Por unos momentos me odié. Quise golpear mi reflejo, pero en vez de eso cogí una maquinilla de afeitar y me quité la barba. Había rejuvenecido varios años. Me atrevería a decir que incluso parecía menor de edad. Mi barba, que me había costado dos meses dejar, aunque fuesen cuatro pelos mal contados, se había ido. En su lugar quedaba un rostro joven e imberbe.

«Mierda» pensé. «¿Por qué coño soy tan impulsivo?»

Me gustaba mi barba. Y en cambio obtuve una cara que ya casi había olvidado.

«Volveré a dejármela» me dije a mí mismo, resignado.

Me tumbé sobre la cama y el sueño me invadió. No quería seguir conversando con Richard, no quería saber ya nada más de aquel horripilante día. A la mañana siguiente iríamos a por el nido de sátiros en aquella parte del mundo, pero hasta entonces, yo tenía que dormir unas cuantas horas, aunque fuesen mis cuatro de siempre…

 

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