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Capítulo I

 

Su rostro era un soplo de aire fresco. Un aire silvestre y nostálgico. Como el aroma que deja la lluvia tras de sí, como el olor a verde pradera, o el del viento sobre la mar.

Se mostraba ante mí tan bella… Quién hubiera sido pintor, para dibujar el lienzo con el retrato más hermoso del mundo: el suyo. O músico, para componer por ella la canción más melodiosa que el alma pudiese escuchar. O poeta, para poder soñar con su amor. Pero, ay de mí, que ni cuatrocientos, o más, años pudieron desarrollarme por completo en ningún arte.

Estaba destinado a la soledad, a correr por la noche y perderme en los bosques, o tumbarme sobre la hierba a mirar la luna brillar.

Allí estaba ella, preciosa, como pocas mujeres he podido ver. Sonreí, idiota de mí, sabía que no podía acercarme a ella, sabía que no podía hablarle ni entablar una conversación.

No, aunque yo le atrajese, acabaría asustándose cuando supiera que soy un… vampiro.

Sí, me han denominado de tantas formas… Vampiro, demonio, ser infernal, monstruo, «bicho»… Aberración, también. Tantos adjetivos. Veían un hombre elegante y cordial, cuando en realidad yo era un animal, y al conocerme se daban cuenta de ello. Por eso me aterraba conocer a gente, por si averiguaban que yo era una bestia. Una bestia que necesitaba sangre…

Sangre…, sangre…

Mi corazón palpitando me la pedía.

Mi boca pastosa y sedienta la anhelaba.

Mis tripas rugían.

Pero mi alma apaciguó a todo mi cuerpo tan pronto exhaló el primer suspiro por aquella mujer. Fue verla y olvidar que yo era un ser forjado en las llamas del Infierno.

Mas… ¿qué importaba? Jamás me acercaría para hablarle. Sólo sería otra mujer con la que fue bonito soñar unos minutos.

Sin embargo su rostro estaba triste. ¿Cómo una mujer tan bella podía estar triste? ¿Cómo podía marchitarse su belleza con lágrimas? ¿Qué estaba…?

¿Qué estaba haciendo?

Se iba a suicidar arrojándose por un acantilado. En el mismo lugar en el que yo me intenté suicidar hace tanto tiempo, momentos antes de que me sumergiese en las tinieblas. Pero yo no iba a devorarla con mi oscuridad, no. No, ni iba a permitir que ella apagase la luz que ella suponía. Corrí, corrí, y corrí, y justo en el momento en el que ella se precipitaba hacia el vacío la sostuve. La salvé. La había salvado. Sí… Era un héroe. Hacía años que no salvaba a una vida. ¿Cuánto? No, más, un siglo, sí. Había olvidado lo bien que se sentía uno cuando salvaba la vida, en lugar de arrebatarla.

Cayó al suelo y me miró. Sus ojos posándose sobre los míos me robaron una sonrisa. La mujer a la que no iba a atreverme a hablar me miró y empezó ella la conversación. Siempre recordaré sus primeras palabras. Fueron: «¿gracias?»

Estaba enfadada por haberla rescatado, y la invité a suicidarse otra vez, si se atrevía, pero no fue capaz. Supe que no lo sería. La abracé y la tranquilicé. La toqué… Su tremendo cuerpo, el cual despedía un aroma digno de una diosa. Olía tan bien… Tenía una vena en el cuello que palpitaba que parecía invitarme a la perdición. Pero no iba a sucumbir ante mi hambre, no. Lo que empecé a sentir por ella se presentaba ante mí como algo superior a un antojo. Un antojo que me llevaba durando meses. Sangre…

Sangre…, oscuridad…

Soledad…

Sangre…

 

Ah, me traían loco. Y más me enloqueció esa mujer. Mis demás sentidos se agudizaron, incluyendo mis necesidades. ¿Era ése el efecto del amor? No, yo era un ser inmortal. Una vez me dijeron que los humanos amaban con más intensidad que los inmortales, porque las vidas de los humanos son cortas. Pero, ¿acaso no cayeron los ángeles por amor? ¿Acaso no hay mil demonios convertidos en tales por el amor? ¿Qué era el amor? ¿Sería amor, o una vil obsesión?

Me dijo su nombre. Adriana… Nunca lo olvidaría, aunque deseaba volver a verla. Mas ese sentimiento que despertaba en mí desencadenaba otro que llevaba oculto mucho tiempo: miedo.

Miedo a hacerla daño y apagar la luz tan maravillosa que tenía.

Y yo le dije el mío: Aleksander.

La acompañé hasta casa, evitando hablar, evitando que supiese mucho de mí. Al final me atreví a pedirle su número de teléfono, y a sugerirle una segunda cita. Qué patético me resultó. Yo, que había asesinado a cientos, tal vez miles, nervioso delante de una mujer. Pero es que… pedazo de mujer… Era de entender.

Me alejé de allí, despidiéndonos, aunque antes de irme agudicé mi oído. Tenía problemas en casa. Una especie de padre golpeando a una especie de madre. Entonces mi corazón volvió a palpitar. Ah, hambre. Hambre de sangre…

de oscuridad…

de tinieblas…

Cuanto más tiempo pasaba sin alimentarme, más lento latía mi corazón, y más frío se volvía mi cuerpo. Junto a mí vino la frase de Adriana cuando le dije que era noctámbulo. «Como los vampiros». No sabes cuánto acertaste, querida mía.

Me relajé en casa, pensando en ella. En mi cuarto subterráneo. Aquella casa me la había dejado mi creador, para que tuviera un lugar en el que estar un tiempo, alejado de todo y de todos. Soledad…

Sí, preciosa y temida soledad.

Pero desde aquella noche dejé de estar solo. Mi intención fue la de dar una vuelta y relajarme en mi rincón del mundo donde había intentado quitarme la vida. Ay de mí, que nunca imaginé encontrar a aquella mujer. Gracia divina, guiño del destino, sonrisa de la fortuna y el azar. Fuera lo que fuera, gracias… Yo era un demonio condenado por los propios humanos, pero al parecer algún dios decidió apiadarse de mí enviando a aquel ángel. Me dormí pensando en ella y abrazando el vacío de la cama que suponía su presencia si hubiera estado conmigo.

Y la llamé para quedar. Qué ansias. Había estado intentando luchar contra mis sentimientos. Unos me pedían soledad, otros arriesgar. Al final me decidí por arriesgar. No quería pasarme el resto de los siglos sufriendo en las tinieblas. La llamé, y quedamos. Noté problemas en cuanto la vi. Le había sucedido algo que no me quiso decir, pero que deduje.

La especie de padre que tenía la había maltratado. Eso parecía, sí. Pude verlo marcado en su rostro. Llevaba una bofetada. Ah… sangre…

Sangre…

Sangre…

sa-…

sangre…

Grr. No podía evitarlo. Quise abalanzarme sobre él y descuartizarlo, pero no me quise meter, aún… Aquel ángel estaba rodeado de problemas. Ay, mi ninfa, mi musa, ¿qué te hace daño? Su perra empezó a ladrarme. Casi siempre los animales detectaban el peligro. Sí, yo no era un cadáver andante, no. Yo era un animal más, una evolución del ser humano, el cabeza de la cadena alimenticia. Era el depredador de humanos, y la perra lo olió. Pero yo no voy a devorar a tu ama, chiquita. No, yo la estoy empezando a querer, aunque sólo la haya soñado.

Me acerqué hacia la perrita y presionando en el cuello conseguí cortarle el flujo sanguíneo provocándole un desmayo que Adriana creyó un sueño inducido. No me sentí bien, pero quería tranquilidad. Y no iba a hacerle daño, no. Fijo que era su única compañía, su única amiga. No podía permitir ocasionarle daño a la mujer con la que me ilusionaba, no…

Hablamos de todo un poco, más sobre mí. Le dije que iba a meterme a cura, pero por mi forma de pensar me echaron. Era eso, o decirle que me iba a meter a monje pero me condenaron por hereje y la Inquisición, tras torturarme durante días, casi me mata.

Al final me habló de su vida. Sin duda alguna, como supuse, tenía una vida difícil, y estaba rodeada de problemas. Yo la ayudaría, sí. Ay, qué difícil fue para mí admitir que me estaba enamorando, y con sólo haberla visto dos veces. Pero es que era tan bella, y tan adorable, y estaba tan… sola…

Soledad…

Tinieblas…

Sangre…

Ah…

Sin darnos cuenta fuimos a besarnos, mas ella se separó de mí. ¿Cuál sería el problema? No quise presionarla, y acepté su decisión. El beso llegaría más adelante. No la conocía mucho, y más importante, ella no me conocía a mí, pero nos atraíamos. Tuvimos un flechazo, sí, por mucho que quisiéramos engañar a los sentimientos para no admitir que era amor. Pero lo era, sí…

Se fue, dejándome atrás, desolado. Volveríamos a vernos. Y lo hicimos, pero más pronto de lo esperado. Me quedé un rato cerca de su casa y escuché golpes y gritos. El padrastro la acosaba.

Grr, cuánto odio surgió dentro de mí. Mi instinto animal de depredador, mi hambre, mi instinto asesino, y el protector, surgieron, apoderándose de mi razón.

Oscuridad, oscuridad, oscuridad…

Tinieblas…

Sangre…

san…

Ah…

Me contuve. Tenía que controlar mi hambre, o me controlaría ella a mí. Trepé hasta la ventana de Adriana, me colé dentro, y la abracé hasta que se durmió, mas yo me tuve que ir. El alba se acercaba, y el sol habría quemado mi piel. Incluso el brillo de la luna me abrasaba ligeramente, pues es la luz que rebota del sol, pero como apenas se nota puedo soportarlo. Sin embargo mi piel blanca brilla más. El sol no me haría brillar. Haría quemárseme la piel, abrasarme como la Inquisición me habría hecho, así que, muy a mi pesar, tuve que dejar a Adriana como si yo hubiera sido un bonito sueño, y me escabullí hacia mis tinieblas, hacia mi soledad…

Y al día siguiente me llamó, diciéndome que me necesitaba. Pero yo no podía salir, no… Maldito sol. Ahhh, ahí me condenabas, a la soledad, ¡a las tinieblas! Más odio, más oscuridad se apoderaron de mí. Grrr… No pude ayudarla, no… Pero aquél sería el día. Aquel día la besaría…

Se ocultó el sol, fui a buscarla, y la traje hasta casa. Sé que le chocó el lugar donde vivía, y cómo era mi hogar, y la excusa boba que inventé. Me atormentaba tener que mentirle y ocultarle cosas, pero era por nuestro bien. Tras enseñarle toda la casa me situé delante de ella. Aún no sabía por qué me necesitaba, pero ya me encargaría de adivinarlo. Le dije que yo no había sido un sueño, y luego me fijé en sus brillantes y tiernos labios. No pude refrenar mis impulsos. Quería besarla desde el día anterior. No, desde el momento en que la vi a lo lejos. Acaricié su cuello suponiendo que su sangre sabría a gloria, y después me lancé a besarla. Oh, qué explosión de sentimientos. Me correspondió, sí… Todo se desvaneció.

Sólo existimos ella y yo. El soplo de aire fresco que resultaba contemplar su rostro inundó todo mi cuerpo y me limpió de la maldad que anidaba dentro de mí. Me sentí completo. Hacía décadas que no besaba a una mujer. Por poco se me olvida. Un tanto torpe al principio, experto después, me acomodé a su ritmo, y la besé hasta saciarme del néctar que suponía su saliva, más deliciosa que la propia sangre, aunque la suya fijo que sabría como la ambrosía.

El amor recorrió todo mi cuerpo. Ya mi corazón no bombeaba ansias de matar, sino amor, un sentimiento marchito, atrofiado, y olvidado, que entonces recordé. Adriana, te amaba, sí…

Compañía…

Amor…

Ilusión…

Luz…

Nos besamos, lamí su cuello con ansias de clavarle mis colmillos afilados, y estuvimos abrazados en silencio, mirándonos, hasta que le pregunté la razón por la cual me necesitaba.

Me contó que en la universidad había sido humillada, y que lo habían grabado. El hambre afloró. El amor desapareció, para ser odio, de nuevo. Mi vena se hinchó. Ah…, no…, otra

vez…

Ah…

Sangre…

Sangre…

¡SANGRE…

…!

 

 

 

 

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