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Capítulo V

 

Mi niña… hablaba en sueños…

Incluso su mente se encargaba de hacerla sufrir. Intenté que luchase contra sus malos pensamientos, pero, de las cosas de las que no podía protegerla, una era de ella misma.

Mi niña le iba dando pequeños sorbos a mi sangre para que se recuperase progresivamente. Ella tenía un sistema muy débil, así que requeriría más tiempo para ella estar en la cama. Y entonces volví a las mazmorras, con el grupo de idiotas esperándome, colgados en grilletes. Una de ellas estaba atada en un potro, y otro bocabajo. El resto, colgando.

– Buenos días. – les dije. Sí, era de día, y yo me había quemado bastante en el recorrido desde casa hasta la mazmorra. Mi piel estaba chamuscada, como si hubiera sobrevivido a un incendio. Pero el dolor no me importó en absoluto. De hecho, me incentivó para descargarlo sobre ellos. – Soy Aleksander, el novio de Adriana. Ya me conocéis, ¿verdad? Claro que sí. Tú, la del potro, eres… Carol, ¿verdad? La popular, la chica guapa que todo lo tiene y que menosprecia a las demás. Tú, la otra chica, Jenny, ¿cierto? Claro que sí. Tú, el que está al revés, eres… ¿Johnny? Johnny y Jenny, qué bonita pareja. Y vosotros tres, ¿cuáles eran vuestros nombres?

No contestaron. Sabía de sobra cómo se llamaban, pero quería que empezasen a hablar, que secasen esas lágrimas que tenían y que su cuerpo dejase de temblar. Pero era imposible. Sabían que iban a morir, y de las peores formas posibles.

– ¿Os gusta la música? Yo toco el violín. Al menos lo tocaba hace tiempo. Me gusta la música clásica. Relaja, y es exquisita. También el flamenco, sí señor. Elegante y pasional, olé. El rock, para unas buenas fiestas y motivarse. El blues es muy relajante y bailable. El jazz…, oh, el jazz me gusta mucho. Es la improvisación sobre una escala musical. Sí, está muy bien, puedes ver el estado de ánimo del que interpreta en ese momento. Menos cuando son muchos instrumentos, porque entonces uno lleva el ritmo y los otros se acoplan a él. Me gusta el jazz cuando es en solitario, sí. Es muy íntimo. ¿A vosotros qué tipo de música os gusta? ¿Las canciones ésas en las que retocan la voz y convierten a gente que no tiene ni puta idea de nada en artistas? Está bien, está bien, yo tampoco tengo ni idea de cantar, aunque tenga una voz sexy. Retocándola y que suene como un robot quizá podría incluso gustar, sí. Pero es que no tengo talento. Si voy a cantar en directo, ¿cómo quedaría yo? Como un idiota, ¿no creéis? ¿Por qué os gustan esas canciones? Tienen ritmo, sí. Os gusta salir a las discotecas los fines de semana, emborracharos, follar los unos con los otros, y olvidarlo todo al día siguiente, escribiendo en internet que os lo habéis pasado de puta madre. No soy nadie para discutir eso. Ese estilo de vida es muy respetable. Pero es que estáis tan sumamente acomplejados que tenéis que estar dañando a los demás para sentiros superiores. ¿Por qué no me habláis? ¿Queréis que ponga música para armonizar esto? Vamos, con algo clásico, algún vals, o algo en adagio, ¿qué os parece? ¿No? Preferís chunda chunda? ¿Tampoco? Decidme, ¡¿QUÉ PUTAS HOSTIAS QUERÉIS?!

Las cadenas temblaron. Estaban muy nerviosos y asustados. Me contentó saber que Santi no podría oírnos. Se encontraba alejado y con los oídos tapados. Entonces sonreí:

– Chicos, chicos, sois el plato flojo, los entremeses. Sois un simple aperitivo, el plato fuerte vendrá después, pero no podréis verlo. A menos que os convirtáis en fantasmas, o vuestras almas no dejen vuestros cuerpos aun después de muertos. Jajajaja.

– ¿Qué quieres? – dijo uno temblando. El más asustado, pero el único que se dignó a abrir la boca.

– ¿No me dices ni tu nombre y ya me preguntas que qué quiero? Estarás acostumbrado a tirarte a tías cuyos nombres ni sabes, pero a mí me gustaría saber cómo te llamas. Por las buenas, o por las malas…

– Edu…

– Eduardo, bien. ¿A quién se le ocurrió la idea de lanzarle embutidos a Adriana?

Ninguno contestó. Me acerqué a Eduardo, y me puse detrás de él:

– Repito, ¿a quién se le ocurrió la idea?

Seguí sin respuesta. Entonces puse mis manos en las orejas de Eduardo.

– ¿A quién…?

Nada. Se las arranqué de cuajo, salpicando sangre. Ah, qué decir de mí, que llevaba unos vaqueros viejos y una camiseta negra que pronto estaría llena de sangre. Ropa que no me preocupaba perder. Ellos gritaron como locos, pidiendo ayuda, socorro, y demás tonterías propias de humanos asustados.

– Ah, ahora sí que habláis, bastardos. ¡CALLAOS! – grité, reinando el silencio después de mi grito. – Os dejaré salir de aquí si me decís a quién se le ocurrió la idea.

– A Carol. – dijeron la mayoría de traidores. Mis ojos brillaron.

– Bien, y ahora decidme quién le pegó un puñetazo ayer.

– Ro… – dijo Carol, con la esperanza de que la perdonase.

– ¿Ro?

– Rodrigo. – y lo miró. Era un chico rubio con ojos azules. El que más pintas de chulo tenía. Pero pa chulo yo, pensé.

– Bien, bien. Os dejaré salir, sí. Tengo que mantener mi palabra. Pero estabais lo suficiente asustados como para no daros cuenta de que no dije que fuera a dejaros ir con vida. Saldréis trocito a trocito, y hasta el momento de vuestras muertes sufriréis, y mucho. Pero tú, Carol, de ti depende todo. Dime, ¿por qué? ¿Por qué…? – los sollozos de Eduardo no me dejaban pensar bien. Me giré hacia él y cuando lo miré con mis ojos envueltos en llamas calló. – Carol, ¿por qué lo hiciste?

– Porque la odio.

– ¿Por qué?

– Porque está gorda.

– ¿Y qué?

– Que no es así como debería estar…

– ¿Por qué?

– Porque me mato mil horas en el gimnasio para estar así y exijo que todos estén como yo.

– Que todos sufran en el gimnasio para ponerse como el estereotipo de belleza extendido en este siglo, ¿no? Bien, bien. Es una forma de decir que estás acomplejada y necesitas avergonzar a otra para que no te avergüencen a ti, ¿no? Vamos, lo típico de las viejas, que hablan mal de otras viejas porque mientras todos hablen mal de alguien, no hablarán mal de ti, ¿cierto?

Asintió con la cabeza.

– Pobre niña. Tranquila, sólo estiraré tus piernas y tus brazos hasta que los huesos se te desencajen y entonces tus extremidades se partan. Ah, y tengo estimulantes para todos. Os los inyectaré para asegurar que no os desmayáis de dolor o de impresión. Y también tengo preparada otra sorpresa.

Abrí una nevera portátil que me traje conmigo. Los órganos de Damián estaban en ella. Preparé una cámara de vídeo y comencé a grabarlos.

– Venganza, dulce venganza. – murmuré. Cogí los órganos de Damián y empecé a lanzárselos. Con una mano sostenía la cámara, con la otra, las partes desmembradas del maltratador. Hígados, riñones, intestino, pulmones, y corazón. A cada víctima allí presentes le lancé una parte, estampándose sobre sus pieles, tiñéndolas de rojo sangre. Bazo, páncreas, vesícula… e incluso su vejiga. Los cubrí enteros de órganos humanos, mientras ellos gritaban. Cogí un cuchillo largo y afilado y abrí en canal a Eduardo, sacándole más órganos para lanzar. No dejaban de gritar, de chillar estrepitosamente. El olor de su sangre animaba mi cuerpo, encendiéndolo, deleitándome aún más con sus gritos.

– ¡Aleksander! – gritó Rodrigo, quien tenía esperanza de que diciendo mi nombre yo dejase de grabar. Pero me daba igual. Borraría partes, no me importaba en absoluto. Me acerqué a él y, primero, le arranqué la nariz, después le partí los hombros, y luego lo dejé colgando, con sus brazos dislocados, como si fuese un muñeco de trapo. Gritó, y gritó, y casi se desmaya. Ah, se me olvidaba la adrenalina. Se la inyecté y volvió a despertarse, sí. Miré al resto. Otros dos andaban desmayados. Tenía de sobra para todos. En poco tiempo se convirtió en una vorágine de gritos, dolor y sangre de la cual no podían escapar. Cumplí mi promesa de estirar las extremidades de Carol hasta que reventaron y quedó en el suelo convulsionando, muriendo desangrada. Humm, qué deleite de imagen. Tanta sangre rodeando al cuerpo de una joven. Me recorrió un escalofrío de placer, y seguí con Rodrigo.

– ¿Tan valiente eres de pegar a una mujer? – pregunté, un tanto hipócrita.

Arranqué su cabellera, dejando su cerebro al descubierto. El bastardo seguía vivo. Así lo deje, mientras asesinaba al resto de sus compañeros. Los humillé y descuarticé, sí. Después, clavé el cuchillo en el cerebro expuesto, y dejé de grabar. Los había matado. Me divertí, pero de pronto sentí un enorme e intenso vacío. Algo dentro de mí se removió. Los humillé y los hice sufrir, ¿pero para qué? Sus vidas habían acabado. No los había torturado tanto como había querido. No lo disfruté lo suficiente.

No, no era eso, sino que… Si morían, ¿qué sentido tendría? ¿De qué habría servido eso? ¿Les enviaría realmente los vídeos a los padres? Quizá no era su culpa haberlos educado así, sino la sociedad. ¿Merecían ver las atrocidades que les habían acontecido a sus hijos?

Me mareé algo. Necesitaba aire fresco. Salí. Aún era de día, conque volví a meterme dentro. Notaba mi piel aún quemada. Bebí sangre de los cuerpos sin vida y mi piel fue restaurándose, con más color que de costumbre.

– Habré cogido moreno. – dije con sorna. Reí yo solo, y miré hacia donde estaba Santi, quien se encontraba en un rincón haciendo fuerza contra la pared para poder quitarse la venda y ser capaz de ver lo que sucedía. Y entonces se me ocurrió un plan magnífico, aún más grande que el que ya tenía. Sí, Santi, sí… Ibas a sufrir lo indecible.

Esperé a que se ocultase el sol y fui en busca de Adriana. Mi niña… estaba teniendo la regla. Dios, ¿qué dulce aroma de los cielos era aquél? Se adentró en mí calando hasta mis pulmones, otorgándome un nuevo olor, una nueva sensación. Cuánto tuve que luchar para resistir la tentación. Tan dulce, tan sutil, tan suave. Oh, espléndido aroma que tan juguetón y caprichoso penetrabas mi alma para embelesarla y enamorarla. Ni sangre de reyes, ni el mejor de los perfumes, sino la sangre de mi amada. Cerré los ojos y me quedé a su lado en un estado de ensoñación divino. Pero no era momento de dormir. Le di algo de mi sangre a aquella preciosidad y me quedé un rato sujetando su mano, tras habérmela lavado yo, aunque el resto de mi cuerpo seguía cubierto de sangre. No quise que me viera así. Cogí mi móvil prepago, llamé a mi contacto, y quedamos. Tenía un plan exquisito. Le pagué una cantidad aún superior a cuando me dijo dónde vivían todos. Muy superior. Era un plan malvado, soberbio, e incomparable.

Retorné a la mazmorra, y me preparé para mi gran obra maestra. Quité los cadáveres y los apilé en una esquina. Santi, sin duda, habría escuchado los gritos, por muy bien que hubiera tenido los oídos taponados. Lo saqué de la celda, le quité los tapones, y lo llevé hasta mi mesa central de madera. Lo encadené allí y me relamí. Oh, sí, empezaba la verdadera diversión…

Golpeé su cara con unas bofetadas. Estaba realmente asustado. Necesitaba gritar. Quité el trapo de su boca para escuchar su sufrimiento con aquella voz tan irritante.

– ¿Quién eres? ¿Qué quieres? Déjame ir. Déjame…

No dije ni una palabra. En su lugar, vertí una colonia antigua y apartada de mi colección sobre el trapo que le había quitado y dejé que lo olfatease. Sí, huélelo, cabrón…

Se lo aparté, y agitó la cabeza confuso. El hedor a muerte volvió a inundar sus fosas nasales, y yo comencé mi exquisita tortura. Cogí unos alfileres pequeños que había dejado hirviendo en casa mientras preparaba los instrumentos. Me quemaron, y sentí bastante dolor sujetándolos, aun siendo mi piel férrea y dura. Los aproximé hacia sus testículos, y le clavé las agujas reventándoselos. La sangre me salpicó. Me provocó entre asco y emoción. Gritó de dolor como nunca antes había gritado. Dios, me estaba conteniendo las ganas de reírme de él, de hablarle, de desfogarme con palabras. Y lo hice porque así sufriría más. Incertidumbre, dolor, sufrimiento…

Sangró demasiado por la bolsa escrotal. No me lo esperaba para nada. Derramé algo de mi sangre sobre su boca. La suficiente como para cicatrizar su herida, pero no para restaurarle los testículos. Entonces, cogí una argolla y le sujeté el pene con ella. Le inyecté un estimulante sexual y a los pocos segundos sufrió una erección mortal. Con la presión de la argolla su pene tornó a morado, y al poco estalló. Parecía una manguera reventada por la presión del agua. No, mucho más asqueroso, aunque no para mí. No era el primero al que se lo hacía. Sonreí, satisfecho. Sus gritos se alzaron más allá del cielo. O lo habrían hecho, si no fuera porque estaba en una mazmorra insonorizada, aunque con eco. Sus propios gritos retornaban a sus oídos, los cuales había destaponado, y quedaban retumbando dentro de su cabeza, provocándole jaqueca.

Me senté en una esquina un momento. Lo disfrutaba, sí, aunque quería jactarme de ello. Me contuve mis ganas y volví a aproximarme hacia él. Los alfileres aún ardían, y los aproximé hacia sus ojos vendados. Atravesé el tejido hasta llegar a sus párpados, los cuales se rasgaron. Movió la cabeza, rajándose aún más sus párpados. Entonces con una mano apreté su frente para que no pudiera moverse. Y por mucho que lo intentase, mi mínima fuerza era superior a su máxima. Los alfileres atravesaron los párpados y llegaron al ojo, los cuales, debido al calor, explotaron. Más, y más gritos. Derramé más sangre en su boca para que no se muriera desangrado. Quería disfrutarlo. Mi sangre, en organismo ajeno, reconstruía los daños realizados en el organismo en las últimas horas, quizá semanas, pero necesitaba muchos litros de mí para recuperarse de sus heridas, y apenas fueron unas gotas.

Relamí mis labios. Sólo acababa de empezar.

Lo desencadené. El muy imbécil trató de huir, pero en cuanto se puso de pie cayó al suelo debido al dolor ocasionado en sus partes íntimas. Lo puse de espaldas a mí y le corté los  tendones y músculos necesarios para inmovilizar su cuerpo. Lo tumbé de nuevo en la mesa. No podía moverse, por mucho que lo intentase. El odio y la oscuridad que recorrían mi cuerpo se hicieron más intensos; el sólo podía preguntar: «¿por qué?, ¿por qué?» con ojos llorosos y un quejido como el de una niña pequeña. Entonces introduje en su garganta un filo que despedazó sus cuerdas vocales. Después, le corté la lengua, y se la introduje por el ano hasta que quedó dentro. Se desmayó del dolor. No importaba, tenía muchas horas por delante.

Volví junto a Adriana después de darme una ducha y sostuve su mano mientras contenía mis ansias de devorar la sangre que salía de ella. La desnudé, la lavé, y la vestí. Me avergoncé de verla desnuda de esa forma, pero tenía que cuidarla. Cambié las sábanas de la cama, y dejé que estuviera cómoda con su nueva ropa. Entonces volví a por Santi. De la que salí de casa la lluvia comenzó a caer. ¿Qué broma era aquélla? ¿Acaso algún dios lamentaba el sufrimiento de ese vil hombre?

No, seguramente lamentase lo retorcida que era mi alma…

A pesar de haber estado todo el rato al lado de Adriana, mi único pensamiento, aparte de su sangre, era el de torturar a Santi. Ni ella misma fue capaz de liberarme del odio y de la oscuridad que yo sentía.

Santi estaba despierto, llorando. Cogí un cuchillo y se lo introduje en el ano, sacándolo y metiéndolo, así progresivamente hasta ampliarle el agujero seis centímetros. Sufría, y mucho. Una violación con un cuchillo. La tortura… era un arte… El arte de destruir y hacer sufrir, sí.

Pero había que saber diferenciar entre el que lo merece, y el inocente. Quizá me pasé con los compañeros de clase de Adriana, mas el daño ya estaba hecho. Ahora sólo le quedaba sufrir a Santi, quien estaba a mi merced delante de mí. Qué lástima no haber tenido a la lluvia de fondo.

Cada vez que cogía un filo, él lo oía y temblaba, hasta que decidí reventarle los tímpanos. No se esperaba el dolor que iba a recibir, no se esperaba el lugar que iba a descuartizarle. No veía nada, no oía nada, no podía gritar. Sólo le quedaba sentir el sufrimiento que yo le causaba, que no fue poco. Serré la carne de sus dedos y saqué el hueso de ellos sin llegar a cortarlos. Tenía todos los huesos al aire, de las manos y de los pies, desollados, con la carne colgando. Tomé fotos de lo que estaba haciendo. Sí, quería ver mi obra de arte terminada. Cómo era antes, cómo era a la mitad, cómo sería después. Mi boca salivó. Aún tenía mucho que hacer.

Arranqué sus pezones tirando de ellos hasta separarlos de la carne. Luego, cogí un cuenco de metal y lo puse encima de él. Dentro, una rata hambrienta durante días, asquerosa y voraz. Entonces comencé a quemar el cuenco, y la rata, sin saber a dónde ir, cavó un hoyo en la piel de Santi. Más, y más sufrimiento. Lancé el cuenco y aplasté la rata con una mano. Santi no dejaba de llorar. Seguramente se arrepentía de todos sus pecados, y sólo pedía perdón anhelando la muerte. Una muerte que tardaría en llegar.

Cogí más perfume y se lo dejé a oler. Sí, huélelo, huele…

La nariz era lo único que le dejaría intacto.

Tenía el estómago medio abierto. Me encargué de abrírselo del todo y de retirar varios metros de intestino grueso. Lo suficiente como para que no muriera. Y de paso un riñón, y rajar algún órgano, para que le funcionase mal. Le di a beber mi sangre, así se restauraría algo, y evitaría que falleciera. Tenía que seguir vivo, sí…

Le cosí el estómago y comencé a partirle los huesos de las extremidades. Los brazos, los codos, los hombros… Las rodillas, la cadera…

Y entonces cogí una sierra y desmembré sus piernas y sus brazos. Lo fui haciendo poco a poco. Primero, una pierna. No lo serré de golpe, sino trozo a trozo, cual carnicero. Iban quedando muñones, y yo derramaba unas gotitas de mi sangre encima para que no se infectasen, y cauterizaba las heridas con acero ardiendo. Luego la otra pierna. Luego un brazo, y, finalmente, el otro. Lo único que me molestó es que cuando sólo le quedaba un brazo ya se esperaba lo que iba a sucederle. Creo que nunca me he cebado tanto en mi vida con alguien. Demasiada tortura. Tanta que empezó a darme pena, hasta que recordé lo que le hizo a Adriana. Entonces lo giré, le di cien latigazos, desgarrando su carne, y puse mi pie encima de su columna vertebral. Fui haciendo fuerza, aplastándosela poco a poco, rompiéndose sus vértebras bajo mi bota, hasta dislocárselas por completo, invalidándolo para siempre. Ya no era nada más que un torso vivo. Sí, me había encargado de mantenerlo vivo y consciente. Cuando acabé la tortura le di más de aquella fragancia a oler. Entonces dejé que se quedase ahí, y fui a ver a mi Adriana. Seguía débil. Ni me acerqué a ella. Estaba repleto de sangre, no quería que ella me oliera, aunque la suya entraba a los pulmones como si un soplo de aire fresco fuera. El aire fresco que olfateé al verla por primera vez. Volví donde Santi, quien sólo podía llorar sin lágrimas. No le dije nada, no hice nada más. Lo envolví en una manta, me cambié de ropa, y lo devolví a la ciudad, dejándolo a la intemperie, siendo visto a los pocos minutos. Menuda atrocidad había cometido con él…

No contento con dejarlo sin ojos y sin lengua, le cosí los párpados y la boca para que su imagen perturbase aún más el alma. Quien lo viera tendría un trauma de por vida. Lo mejor fue toda mi venganza…

Seguramente quisiera la muerte, y le otorgarían la eutanasia en su caso, pero la familia se opuso por completo. ¿Por qué? Porque eran iguales de hipócritas y de interesados que él.

Había llamado a mi contacto para anunciar a la familia que Santi tenía un seguro, falso, de vida en el que si resultaba invalidado por accidente o abuso, recibirían una cuantiosa suma de dinero. El dinero era mío, sí. El seguro me lo había inventado yo, sí. Pero ellos no se cuestionaron nada.

Se abriría una investigación policial y preguntarían a la familia todo tipo de detalles. El que representaba al seguro falso les dijo a sus padres que el seguro no se había llegado a tramitar del todo, pero que si le compraban y no le decían a nadie, ni siquiera a la policía, el dinero que recibían, él se encargaría de hacer un chanchullo para que pudieran disfrutarlo. Y aceptaron, sí. A costa de la salud de su hijo, de no encontrar a su torturador, de su codicia, de su falso amor. Y de su estupidez, pues les pagaría en dinero B, cuando eso habría que declararlo, aunque nunca se cuestionarían la forma de pago, pues el diez por ciento iba para «comprar» al del seguro.

Tras sólo cinco días Santi volvió del hospital a casa, pues lo traté tan bien que ni el hospital podía hacer nada por él, y el padre lo sacó a pasear todos los días, por la tarde. Una condición inventada del seguro. Y esos días salí yo también, cruzándome con la silla de ruedas en la que iba él, oliendo al mismo perfume que le había dejado a oler. Sí… Era lo único que tenía, el olfato, y yo se lo invadía. Y se lo seguiría invadiendo hasta que muriese. Siempre se cruzaba conmigo, y sentiría miedo y ganas de morir, y no podría pedir auxilio ni socorro. Estaba indefenso, sin saber lo que sucedía. Era una muerte en vida.

Lo mejor fue lo que hice ayer. Me metí en su cama, y rocié su almohada y sus sábanas con el perfume. Al irse a dormir lo olería, y sólo querría salir de allí, sin ser capaz de moverse, sin ser capaz de conciliar el sueño…

Dulce venganza.

Ahora sólo espero a que Adriana despierte. Ha estado demasiado tiempo para esa descarga de electricidad tan leve. Quizá eran más voltios de lo que yo creía, o es que se le acumuló todo. Estrés, ansiedad, miedos, y el exponente de la descarga la habían dejado tan débil tanto tiempo. También es que mi sangre causa un efecto de cansancio y sopor total.

No sé, ya veré. En cuanto despierte le diré que soy un vampiro. Diré todo lo que le he ocultado. Que solucioné sus problemas, sin entrar en detalles. No quiero que sepa cómo los maté exactamente. Y le diré que asesiné sin querer a su perrita. Me odiará, lo sé, ¿pero qué puedo hacer? No lo hice queriendo, ni con mala intención. Simplemente… pasó…

Mi odio…

Mi oscuridad…

La sangre…

Todo eso…

es lo que soy yo.

 

 

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