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Acudí a casa de Silvia por la mañana temprano, antes de ir a clase.

– Silvia, ¿podrías cuidar de Sasha, por favor?

– Tía, ¿qué ha pasado?

– El gilipollas de mi padrastro, otra vez…

– Vale, déjala en el jardín.

Silvia vivía en un chalet privado, con un jardín muy ancho y amplio donde Sasha pasaría la mañana. Esperé que no pasase mucho frío. Acompañé a Silvia en el camino hacia la universidad, charlando.

– ¿Has vuelto a quedar con Aleksander?

– Sí, anoche. Estuvo bien, la verdad.

– Te gusta, entonces.

Enrojecí. Apenas lo conocía de unos días, era una locura. ¿Cómo, conociéndolo tan poco, ya me gustaba?

– Eso es un sí, cacho puta.

Sonreí.

– Lo admito, sí, me gusta, me encanta, y no sé por qué. De hecho hoy soñé que dormía conmigo…

Pero recuerdos me vinieron. ¿De verdad había sido un sueño?

– Uy uy uy…

– Pero no pasaba nada de lo que tú crees.

– Ya, ya…

– ¿Tú qué tal con Álvaro?

– Bien, ahí estamos. Igual quedamos el viernes. Ese día me lanzaré a por él, si es que no se lanza él primero.

– Oh, la gran Silvia yendo tras un hombre. ¿No eran ellos los que se arrastraban por ti?

– Bueno, pero Álvaro es… Álvaro, una excepción.

Reímos.

– Por cierto, el otro día vi a Santi en el centro, con una choni.

– Otra de tantas… – un disgusto me recorrió al escuchar su nombre. Aquella persona era veneno para la humanidad. Más mierda que me rodeaba y abundaba en mi vida. Si al menos se hubiera ido lejos… Pero seguía en la ciudad.

– Menudo hijo de puta, no sé cómo pudiste estar con él.

– Ni yo.

– Pero es que… Si es que es igual que tu padrastro.

– Todos los hombres son iguales. Bueno, Aleksander quizá no.

– Ni Álvaro, chica.

– Ni Álvaro, ni Álvaro. – sonreímos. Por un momento temí que sí que Aleksander fuera como los demás. No sabía mucho sobre él. Necesitaba saber más y más…

Llegamos a la universidad. Silvia me avisó que no iba a pasar el recreo conmigo, que se iba a ir con Álvaro a la cafetería. Otro día monótono en el que no fui capaz de concentrarme y en el que se metieron conmigo. Aproveché el descanso para apartarme un rato del centro, pero, sin darme cuenta, me siguieron. Los chicos populares, los hijos de puta populares, me habían seguido, con cámara en mano, dispuestos a humillarme. Carol estaba con ellos.

– Mira la gorda, ¿a dónde vas? ¿A hacer ejercicio?

– ¡Lorzas! – acompañaban los demás. Me sentí abrumada y humillada. Yo misma me odiaba porque me consideraba gorda, aunque la verdad es que no lo estaba tanto, pero mi complejo aumentaba a medida que los demás me insultaban.

– ¡Come, perra! – uno de ellos me lanzó un chorizo a la cara, llenándome el pelo de grasa. Otro me tiró lomo, y otro mortadela. En un momento me convirtieron en el escaparate de una carnicería entre insultos, humillaciones, y grabándolo todo.

No aguanté más. Hui hasta mi casa, pero ¿qué me esperaba allí, sino otro imbécil que seguiría metiéndose conmigo? ¿En qué clase de mundo vivía? ¿Por qué había nacido? ¿Para sufrir innecesariamente? Nadie me quería. No tenía a nadie…

Pero recordé que sí que había alguien. Era… Aleksander…

Asomé la cabeza por casa. No estaban. Seguramente se habían ido a buscar drogas. Me di una ducha rápida y llamé a aquel hombre. Quizá estaba durmiendo, u ocupado, pero lo necesitaba, y él me había ofrecido todo su apoyo. Me contestó. Había problemas de cobertura, pero pude escuchar su voz.

– Adriana, hola, ¿qué tal?

– Aleksander, hola… ¿Estás ocupado?

– Un poco, ¿qué sucede?

– Te necesito…

Escuché un largo y profundo suspiro.

– ¿Qué ha sucedido?

Comencé a llorar. Entre sollozos y jadeos intenté hablar, pero no pude. Aleksander no decía nada.

– Es… que… – mi voz temblaba. Seguía sin ser capaz de hablar. – ¿Podríamos vernos?

– Hay un pequeño problema.

– ¿Cuál?

– ¿No podemos vernos a la noche? Es que ahora no puedo, lo siento en el alma.

– Si no hay más remedio…

– Perdóname, por favor. Odio que me necesites y no poder estar ahí. Pero prometo que haré que olvides todo esta noche.

– Vale, nos vemos…

– En cuanto oscurezca allí estaré.

– ¿Por qué no antes?

– No quiero decírtelo por teléfono.

– Por favor, por mí… Sé que apenas nos conocemos pero siento como si hubiéramos conectado.

– Soy… fotosensible. La luz me daña los ojos. Aunque saliera con gafas de sol, me seguiría haciendo daño.

– Ah…, lo siento.

– No pasa nada. Nos vemos a la noche.

– Hasta la noche…

Y colgó. Y yo estuve llorando hasta que se hizo de noche, después de que mis padres llegasen, pegando gritos. En cuanto se echaron la siesta aproveché para darme una ducha buena. Y me dieron las siete y media de la tarde…

Lo volví a llamar. Me dijo que en unos pocos minutos vendría a recogerme. Así hizo.

Llevaba su chaqueta negra, con una camiseta blanca por debajo. A pesar del frío que hacía parecía tener calor, aunque siempre llevaba las manos heladas.

– ¿A dónde vamos? – pregunté.

Me rodeó con sus brazos.

– ¿Me vas a decir qué sucede?

Cerré los ojos y me acomodé en su cuerpo. No tenía ganas de contarle lo que me había sucedido por la mañana, o que me pasé el resto del día llorando. Sólo quería sentirlo cerca de mí, y ya los problemas parecían desaparecer.

– ¿Quieres venirte a mi casa? – me pilló de imprevisto. ¿Querría algo más…? Pero, aun así, confiaba en él, conque le dije:

– Sí.

Agarró mi mano y me llevó hasta una moto apartada.

– ¿Tuya?

– Sí.

– ¿Una Harley Davidson?

– Sí.

Reí, como incrédula, aun teniéndola delante. Me subí, rodeándolo con mis brazos, sin casco. Me daba algo de respeto viajar en moto, y más aún sin protegerme, pero era tal mi confianza hacia él que mis miedos se perdían en recodos olvidados de mi mente.

Arrancó la moto con un ruido estrepitoso, lo cual me asustó y me hizo agarrarme con más fuerza a Aleksander. Aceleró y el viento nos azotó en la cara. Me sentí libre a su lado. Hacía mucho tiempo que no montaba en moto. No recordaba aquella sensación liberadora. ¿Pero era el vehículo, o la persona?

Aceleró, y aceleró. El frío aire acariciaba mi rostro, de una forma parecida a la que sus frías manos solían hacer. En cuestión de media hora llegamos. Lo cierto es que quería que siguiera conduciendo. Hasta el horizonte, y perdernos juntos, donde no existiera nada ni nadie, más que él y yo. Quería besarlo, pero no quería perderlo. Aun así él estaba convirtiéndose… no, ya se había convertido en mi salvador.

Estábamos a las afueras, apartados de todos y de todo. Habíamos transcurrido por un sendero de tierra que rodeaba un bosque, y había aparcado la moto en un descampado junto a un coche algo viejo. La casa era grande, de dos plantas, desgastada y vieja.

– ¿De dónde…?

– Herencia familiar, digamos. – dijo con esa pedazo de sonrisa encantadora que yo recordaba cada segundo de mi vida.

– ¿De qué año es?

– Muy antigua. Se han formulado leyendas alrededor de ella. Que si está encantada, que si se cometieron asesinatos dentro, que si vive un perturbado… En eso último acertarían, no te lo niego. – reímos, aunque por un momento me entró un escalofrío. – Pero no te preocupes, mira, ven.

Abrió la puerta con una llave antigua, grande, de hierro. Estaba un tanto oxidada. Pasamos dentro y… era maravillosa. No se parecía en nada el interior al exterior. Un hall grande, lleno de exquisiteces. Una lámpara de araña, con velas encendidas. Vidrieras con santos grabados. Cuadros antiguos, de paisajes, guerras, y retratos. Una alfombra roja en el centro que conducía hasta unas escaleras que subían hasta la segunda planta. A los lados más habitaciones, unas cuatro, con las puertas cerradas.

– Es…

– Preciosa, ¿verdad? – completó mi frase.

– Sí… ¿Cuánto… ha costado todo?

– Mucho, fijo. Pero tranquila. Mira, ven. – agarró mi mano y me condujo a una de las habitaciones de la primera planta. Llegamos a un cuarto extraño, oscuro. – No te preocupes, no te voy a descuartizar. – reímos, aunque yo un poco forzado, porque por un momento lo pensé. Abrió otra puerta en ese cuarto que bajaba unas escaleras. Encendió la luz con un interruptor que colgaba e iluminó todo el sótano. Tenía… de todo. Una televisión de plasma de unas cuarenta pulgadas en la pared. Varias consolas en el suelo, y un ordenador al lado. Una cama doble en un rincón, y una papelera llena al lado.

– Está llena de bolsas de patatas. – me dijo él, fijándose en la trayectoria de mi mirada. – No me ha dado tiempo a tirarla. Me paso aquí todo el día, lo que no estoy durmiendo. Me acuesto a eso de las cinco de la mañana, y me despierto a las tres de la tarde.

También había una nevera en el otro rincón del sótano, junto a un microondas.

– A veces cocino cosas, pero suele ser precocinado. ¡Calentar y listo! Al y fin y al cabo soy un hombre. – reímos.

– Deberías aprender a cocinar, disfrutarás de la comida.

– We, casi todo lo que me gusta son pizzas y ese tipo de cosas.

– ¿No comes pescado, o carne?

– ¿Son metáforas?

– ¿Eh? – lo pensé, y cuando lo pillé se me salió una carcajada. – No, no.

Me guiñó un ojo sonriendo.

– No te preocupes, te entendí. Sí, como algo de eso, para que no me entre una enfermedad o me muera, o eso que nos suele ocurrir a los humanos.

Sonreímos mirándonos en silencio. Transcurrieron unos minutos hasta que se me ocurrió preguntarle.

– Oye, te parecerá una tontería, o una locura, pero… ¿dormiste conmigo anoche?

– Sí, me colé en tu casa. Lo siento, me fui sin decir nada y sin ponerte una nota. Salía el sol, y no quería que me vieras con los ojos todo rojos, o llamando a una ambulancia para que me trajera hasta aquí. Ya ves, es difícil de decir dónde vivo.

– Te entiendo… – dije, aunque habría preferido que me hubiera dicho algo cuando se fue.

– Dormías tan plácida y profundamente que no quise molestarte. Lo siento.

Lo abracé, susurrándole:

– No pasa nada.

Nos miramos a los ojos. Otra vez un momento de tensión porque el beso se acercaba, pero otra vez esa opresión en el pecho que me echó hacia atrás. Acaricié su mejilla y le di un beso ahí. Luego esbocé una sonrisita, pero él no se contuvo. Clavó sus dedos en mi espalda y me apretujó contra él. Deslizó su dedo por mi frente, bajó a mi mejilla, y acabó haciendo círculos alrededor de mi cuello. Exhaló un suspiro, miró mis ojos calando hasta mi alma, y besó mis labios. Sí, él, por fin, me besó.

 

 

 

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