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Capítulo VII

 

Pero la alarma sonó. Apenas pude dormir dos horas. Tenía que volverles a ver las caras a los mismos retrasados de siempre. Me vestí con mis vaqueros, mis deportivas negras, y una sudadera blanca. Silvia me sorprendió trayéndome a Sasha, diciendo que sus padres no permitían que se quedase tanto tiempo. Luego se fue, ya que iba en coche. Sufrí terror al pensar lo que Damián pudiera hacerle. Recé para que no fuera nada, y me despedí de mi perrita, encerrándola en el cuarto. Temí que Damián se la comiese, porque me esperaba cualquier cosa de aquel despojo humano.

Salí hasta la universidad, y en cuanto llegué noté las miradas acusantes de mis compañeros. Todos se reían de mí, por lo bajo o en la cara. Otros se contenían, pero aun así me menospreciaban. Me sentí como una mierda, como un pez fuera del agua. Quise volverme a casa, porque yo sabía de lo que se reían. Habían visto mi vídeo…

– ¡Cerda! Oink, oink. – me dijo uno cuyo nombre desconocía. Gente que no había visto nunca se reía de mí. Sólo quería huir y refugiarme en mi cuarto. O, mejor, refugiarme en los brazos de Aleksander. ¿Y si acudía a su casa? ¿Se molestaría? Busqué a mi amiga por todos los lados hasta encontrarla en la puerta de clase.

– Chocho, te han grabado.

– Ya…

– Qué cabrones. Aunque, oye, tiene su gracia.

– Ah, muchas gracias. – la miré con desprecio. Ni en ella podía confiar. Tenía una sonrisita que de inmediato se le borró.

– Lo siento, tía. Era para animarte.

– Ya me dirás cómo voy a animarme con todo el mundo riéndose de mí.

– Se les olvidará en cuestión de días, no te preocupes.

– Y mientras tanto a aguantarlos… Son todos unos hijos de puta.

– Bah, ya queda poco para acabar esto, no te ralles.

– Sí, seis meses…

– Pues eso, poco.

– Me tendré que ir de esta mierda de ciudad, donde nadie me conozca.

– Con el vídeo te acabarán conociendo en todo el mundo.

La miré con rabia. Otra vez puso cara de haber metido la pata, pero no se lo perdoné. Entré en clase y me senté. Se me acercó.

– Lo siento, lo siento, lo siento, ¡lo siento!

– Qué más da, si tienes razón…

– Oye, ¡¿qué tal con Aleksander?! – me preguntó, cambiando de tema.

– Bien, ayer estuve en su casa.

– ¿Y…?

– Y nos besamos.

– ¡¿Y…?!

– Y nada más, malpensada.

Rio, contagiándome su risa. En verdad el que provocó mi sonrisa fue él… Pensar en su aspecto y en lo que suponía para mí me llenaba de ilusión y felicidad. Ya había olvidado que hacía unos días me había intentado suicidar.

– ¿Quieres hacer una doble cita? Álvaro, Aleksander, tú y yo. ¿Quieres que demos una vuelta por ahí?

– ¿Cuándo?

– El viernes, ¿qué te parece?

Me encogí de hombros.

– Ya le preguntaré y te diré.

– ¡Oki! Chao, chao, que empiezan las clases.

Se fue a la parte de atrás a hacer manitas con su nuevo novio. Siempre me pedía que le contase sobre mi vida, pero ella no me hablaba tanto sobre la suya. Quizá es que no me importaba tanto como parecía. Estuve incómoda las horas siguientes en las que el grupo que me había grabado no dejaba de meterse conmigo. Me lanzaban trocitos de gomas, como si fuesen niños. No le di importancia para ver si dejaban de molestarme, pero sólo conseguí que fuesen más grandes los trozos. Me harté y no fui a la última clase. Llegué a casa y me encontré con la puerta de mi habitación abierta a la fuerza y con Sasha magullada. Me apresuré a darle un abrazo y a llevármela de allí. Damián había entrado y desordenado todo. No estaba segura…

Corrí hacia la casa de mi abuela y le pedí ayuda. Le conté lo que sucedía. «Todo por la puta de tu madre», habló así de mal de su hija. Languidecí la mirada y maldije mi propia existencia. Quería quedarme con ella unos días, pero me dijo:

– La perra se queda, pero tú te vas a la puta calle. No haberte ido con el novio que tuviste. Ahora te jodes y aguantas lo que tienes en casa.

No quise decirle que me había intentado violar, porque me habría dicho cosas peores. Me sentí como la puta mierda que yo creía ser, y volví a casa. Empaqué mis pocas cosas y me largué de allí sin mirar atrás. Caminé recordando el recorrido, con miedo a que un coche se saliera de la carretera y me atropellase. Me adentré en el bosque temiendo que me perdiera, pero, por fortuna, no fue así, y llegué a la casa de Aleksander. Llamé varias veces hasta que la puerta se abrió. Nadie me atendió. Entré con reticencia, por si no me habría abierto él. Cerré la puerta tras de mí y apareció. Llevaba una camisa de tirantes blancas, con los brazos al desnudo, hinchados y tensos. Parecía que estaba haciendo ejercicio.

– Adriana, ¿qué haces aquí? – preguntó jadeando y mirando la maleta.

– Era por si podía quedarme un tiempo… Tengo problemas en casa y…

– No hace falta que me expliques nada. Eres más que bienvenida. Discúlpame, estaba haciendo ejercicio. Dame un momento que acabo y te ayudo. Ahora vengo.

Pero en vez de quedarme allí esperando lo seguí. Bajé las escaleras hasta su habitación subterránea y lo vi haciendo cien flexiones seguidas, tensando sus brazos, jadeando, e incluso gruñendo, con el sudor recorriendo su cuerpo semidesnudo. Sentí cómo me excitaba sólo contemplándolo. Me sonrojé, pero no pude evitarlo. Estuve a punto de rozar mi… cuando de pronto él dejó de hacer ejercicio y me dedicó una mirada, sonriendo. Sentí aún más excitación, pero de pronto me puse colorada por completo. Carraspeé y le pregunté:

– ¿Me quedo en la habitación que me enseñaste?

– ¡Claro! Sube, y asegúrate de cerrar bien las persianas, ya sabes… Ahora voy.

No quería irme, quería ver cómo acababa de hacer ejercicio, pues empezó a hacer abdominales, pero creí que debía aparentar ser decente, aunque en el fondo quería abalanzarme sobre él y devorarlo como una bestia salvaje. Subí, cerré persianas, y lo esperé con la maleta al pie de la cama.

Aleksander llegó, con una toalla rodeada al cuello y su sonrisa pícara, y me dijo dónde podía colocar las cosas. Vi la extraña puerta que llamaba mi atención, pero aún no quise abrirla. Me centré en ordenar lo que llevaba, con cuidado de no parecer que fuera a quedarme para siempre allí. No quería abusar de su cortesía.

Saqué de mi maleta algo de ropa que pude coger, unos cuantos jeans, varias camisetas, unos vestidos y leggins a juego, y algo de calzado. Un par de botas y también un par de bambas. Metí la ropa en unos cajones de un mueble que había frente a la cama, y el calzado lo dejé a su lado donde no molestase. También había cogido un pequeño neceser con las cosas necesarias para la higiene, metiéndolo en otro de los cajones. Para no querer abusar de su confianza había cogido demasiadas cosas, me di cuenta al sacarlo.

– Nos falta algo, ¿no crees? – preguntó cuando había recogido todo. Lo miré extrañada. Me miró con esos ojos que penetraban en el alma y sonrió. Entonces me agarró por la espalda y me robó un beso. El beso más inesperado de mi vida que más me alegró. Ya mi día había perdido su tonalidad oscura para llenarse de colores. Sonreí al separarnos y nos quedamos abrazados, mirándonos. Era tan… dulce y tierno…

Todo resultó tan precipitado… Apenas un día después de que él me invitase a quedarme yo había aceptado. Nos conocíamos desde hacía muy poco y ya me había besado con él, ya me había… «encariñado» excesivamente con él, e iba a quedarme unos días en su casa. Pero no sabía cuál era mi plan. Unos días allí, ¿y después qué…?

Acarició mi mejilla.

– ¿Qué te preocupa? – preguntó. Adivinó mis sentimientos con sólo verme. Creo que en verdad quiso preguntar: ¿por qué has tomado la decisión de venir?, pero había tanto en mi interior que no sabía por dónde empezar, y no quería que mis asuntos le afectasen. Me limité a coger su mano y a sostenerla entre las mías, sonriéndole con tristeza, acercándome para besarlo. Pero no quería mi beso, sino mi alma. Lo miré a los ojos. Podía confiar en él…, así lo sentía.

– Todo. No sé por dónde empezar… El vídeo que te dije… lo ha visto todo el mundo. Y al volver a casa el payaso de mi padrastro había maltratado a mi perrita. Y tengo dentro el miedo de reencontrarme con Santi… Todo es un asco.

– ¿Todo?

– No, no todo… Tú eres la única luz que alumbra mi mundo.

Se quedó en silencio. Me miró serio, melancólico, y dijo:

– No entiendo cómo puedo ser tu luz, cuando sólo soy oscuridad.

– ¿Qué? ¿A qué te refieres?

Su mirada parecía perdida. Se abstrajo en sus pensamientos, olvidándose de su entorno. La boca se le abrió, mostrando esos colmillos tan fieros. Pero su expresión era la de un rostro embobado. Agitó la cabeza y me dijo:

– No puedo salir al mundo. No puedo ver contigo las maravillas de la vida.

– ¿Cómo que no? Tenemos la noche, y la preciosa luna guiándonos.

– ¿Te contentas con eso?

– Estoy contigo, ¿no? Qué importa el lugar…

Sonrió, llenándoseles los ojos de un brillo inusual. Me cogió en brazos y giró sobre sí mismo, mareándome entre risas y caricias. Paró y me posó sobre la cama. Yo estaba tumbada boca arriba, y él se puso encima de mí, besándome. Mi corazón se aceleró. ¿Iba a hacerme el amor? Temblé y medio sudé, pero se detuvo a mi lado, abrazándome como si fuéramos a dormir. Lo abracé aferrándome a su cuerpo con fuerza. Los minutos a su lado se tornaron segundos. Las horas pasaron como si fuesen hojas caídas de un árbol en otoño. Volando con suavidad sobre el viento, meciéndose delicadamente entre el aroma y el vaivén del mundo. Y llegó la noche. Me sonrió.

– Ya podemos salir.

Se levantó de un salto y me pidió que me vistiese. Salió corriendo. No supe a dónde. Al cabo de diez minutos volvió, con el pelo mojado, oliendo a champú y a colonia cara. Estaba vestido con una chaqueta marrón, camisa blanca, pantalones vaqueros, y deportivas negras. Me sonrió de esa forma tan pícara y sensual que sólo él poseía. Se acercó a mí y me cogió en brazos. Era realmente fuerte, pues pudo moverme y bajarme por las escaleras sin problemas, cuando yo era rellenita. Montamos en su moto, la cual llevaba algo envuelto en la parte de atrás, y aceleró a una velocidad impropia. Podríamos haber tenido un accidente. Íbamos sin casco, casi sin luces, en mitad de la noche. Pero nada me importó. Sólo ser libre a su lado. Sólo el viento refrescándonos los rostros, con mis pelos volando locos y libres, y Aleksander sonriendo. Lo abracé y bajé las manos hasta su torso. Lo sentí duro. Me excitó tenerlo tan cerca, pero tan lejos. Por alguna extraña razón sólo pensaba en llevármelo a la cama. Pero no quería parecer una guarra. No, tenía que hacer las cosas bien.

Llegamos hasta una zona apartada, un descampado, con hierba verde oscura no muy crecida. Cogió el paquete que llevaba y lo desenvolvió. Era… una manta y una cesta de picnic. ¡Me había llevado de picnic en mitad de la noche! Me sonrió, y extendió la manta sobre la hierba. Posó la cesta en el suelo y dejó ver un bocadillo de jamón y dos botellas de champán.

– Debes de tener hambre.

No me había dado cuenta, pero mi estómago sufría. Quizá los problemas me agobiaban tanto que me habían quitado el hambre, pero en ese momento los problemas se desvanecieron y mi única preocupación fue no parecer una muerta de hambre al comer el bocadillo. Él no había traído nada. Abrió una botella de champán, saliendo el corcho despedido y la espuma cayendo sobre sus manos y la manta.

– Vaya. – sonrió. Al fondo, el mar. En el cielo, la luna. Menguante, con media cara asomando, y unas pocas nubes que la dotaban de un siniestro escalofriante. Pero al lado de Aleksander sentía que nada malo podría sucederme. Acabé el bocata y me ofreció el champán. La única iluminación que teníamos era la luna, y sólo nos iluminaba a medias. Al fondo podía escucharse el rumor de las olas del mar, y el viento soplando suavemente.

El entorno era perfecto. Bebimos, y bebimos, y nos emborrachamos. Y yo me aceleré. Se me nubló el juicio y no pensé más que con impulsos. Me puse encima de Aleksander y lo besé. Quería hacerle el amor allí mismo. Le retiré la chaqueta e iba a quitarle la camiseta cuando él me paró. Luego besó mi cuello, relamiéndolo. Me excitó de una manera que jamás había sentido. ¿Sería el alcohol, o la forma de succionarme? Pasaron varios minutos así, hasta que él se separó de mí y retrocedió unos pasos. Lo miré extrañada.

– ¿Qué sucede?

Negó con la cabeza.

– No, no así.

Lo comprendí. Él quería que fuese algo más íntimo, o que no estuviéramos borrachos, o a tener más confianza. No supe su verdadera razón, pero lo comprendí. Lo abracé y nos quedamos juntos observando la luna. Toda la excitación se me fue. Sólo quedo amor. Sí, lo amaba. Él era distinto. Cualquiera podría haberse aprovechado de mí, pero él no. Él quiso esperar, ser paciente. Era un caballero romántico de los que ya no quedaban, y ya no me avergonzaba decirlo, no. Lo amaba.

«Te amo», fui a decirle, pero un segundo antes, cuando yo ya tenía la boca abierta para pronunciarlo, él me dijo:

– Te amo. – y mientras fue diciendo aquella maravillosa frase yo le acompañé, diciéndole casi al unísono:

– Te amo…

Nos miramos a los ojos, enamorados. Nos amábamos. Tan rápido… Nos quedamos anclados en nuestras miradas, y finalizamos la cita con un gran, profundo, tierno, pasional, y eterno beso…

  

 

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