No me demoré mucho en recoger las cosas de Onai. Al llegar a casa me di una ducha. Mi hermano estaba allí, preocupado. Le dije que no quería hablar en ese momento. Al salir seguía esperándome.

—¿Dónde estuviste? —me repitió. Me fui al cuarto a vestirme y al salir le dije:

—¿Vienes?

Ni mis padres ni mi hermana estaban, aunque supuse que mi hermano les habría llamado ya. Caminamos hasta casa de Onai.

—Cuéntame, por favor… —me dijo él.

—Resulta que Onai la ha liado parda y yo tengo que recoger sus cosas más preciadas.

—Pues vaya. ¿Qué ha hecho?

—Vender droga en un territorio que no le corresponde. No le volveremos a ver. Al final la propia vida me dijo con quién tengo que quedarme.

—¿Tú crees? ¿Cuándo le verás para darle las cosas?

—En un par de meses.

—Ya está. Aún tienes oportunidad.

—Calla. ¡Cállate! —me enfadé en mitad de la calle, a las doce de la tarde, con una llovizna leve. —¡Ya estoy harta! ¡Estoy hasta los cojones de todos! ¡No aguanto más! ¡No agua…! —me abrazó. Me calmó momentáneamente, pero aquello no me devolvería a Onai. Me aparté de un empujón y me metí en su portal. Al subir a su piso mi hermano me alcanzó. Entramos los dos. Él se quedó en el pasillo, mirando la casa con detenimiento. Yo busqué sus cosas. Su cachimba, su colgante y…

Y nuestra foto.

—Creo que se me olvida algo… —dije en voz alta. —¡Ah, coño! Ven, ayúdame. Ayuda a tu hermana. Mira a ver dónde está hueco. —pisé el suelo por las patas de la cama. Él dio un pisotón que tuvieron que sentirlo todos los vecinos.

—Aquí, creo.

Me aproximé, di un par de golpes y saqué una caja con bastante dinero dentro.

—Hostias, cómo se lo montaba, ¿no?

—Sí. Se lo guardaremos en casa.

—Espero que no vengan sicarios.

—Ahora que lo dices… Voy a colocarlo como si no hubiera rebuscado, porque si ven que aquí falta algo querrán saber quién lo tiene.

—Se lo van a destrozar todo…

—Ya. Lástima. Me gustaba pasar las tardes aquí.

—Ni te fijarías nada más que en la cama.

—Jaja, cállate, estúpido. No, también hacíamos más… —la nostalgia bombardeaba mi corazón. —Da igual, vámonos…

Al llegar a casa lo guardé todo en una caja en la que deberían haber estado mis peluches y que en su lugar sólo había una tela de araña. Y allí estaría hasta que nuestros caminos se volvieran a encontrar…

 

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