Un rayo me despertó del sueño, por fortuna. Yo estaba entera sudorosa. Estaba teniendo otra fantasía sexual con mi hermano. Joder, aquello empezaba a parecer enfermizo. Me quedé escuchando el sonido de la lluvia y el de los rayos. Aquél sonó como si el cielo entero hubiera reventado. Creo que medio mundo se despertó. Se escucharon persianas levantándose de fondo. Mi hermano abrió la puerta y me preguntó:

—¿Sigues teniendo miedo a los rayos?

Nadie que me conociera mejor que él. Mi compañero de toda la vida. No sé qué significarían aquellos sueños pero empezaban a ser realmente molestos. Tendría que hablarle a alguna anciana que los supiera interpretar.

—No. —le dije. —Se los perdí cuando te fuiste.

—O sea que sólo tenías miedo como excusa para estar conmigo.

—Jajaja. No, pero cuando vi que no había nadie para ampararme, le perdí el miedo.

—Como yo a la vida cuando me vi solo.

—No quiero volver a estar sola.

Me sonrió desde el marco de la puerta. Estaba en tirantes. Un estilo a Onai. La calefacción seguía encendida.

—Yo tampoco. —me dijo. Desapareció un momento. Pensé que me había abandonado de la forma más cruel posible: cuando yo le acababa de confesar mis sentimientos. Pero trajo consigo una mini cadena y la puso al lado de la cama a un nivel casi inaudible. Entonces me di la media vuelta y me abrazó por la espalda, hablándome, acariciándome con su dulce aliento la nuca: —Estoy leyendo un libro muy interesante.

—¿Ah, sí? ¿De qué trata?

—De un dios malvado que es cruel con todo el mundo. Creo que tiene miedos que no sabe expresar. —su tono era pausado y bajo. Hablaba casi en susurros. Me iba quedando dormida, pero luchaba por estar despierta y atenta: —Parece ser que se enamora, pero lo considera una debilidad y lo rechaza.

—¿Por qué?

—Por miedo. Creo que el miedo es nuestro peor enemigo. Fijo que dejamos de hacer las cosas por miedo. Si no lo tuviéramos… la humanidad sería completamente distinta.

—El miedo viene de la experiencia.

—Pero no siempre se repetirá esa misma experiencia.

—Es de tontos tropezar con la misma siempre.

—Eso se piensa, pero mal hecho, ya que la mayoría de las veces es una piedra completamente distinta, aunque se acabe tropezando. Te lo digo yo, que he estado en tantos lugares que siempre era algo nuevo y… —y no recuerdo más, porque me quedé dormida. Sé que sonreiría al oírme respirar con fuerza. Y el sueño dejó de ser erótico para ser el de nosotros en un jardín soleado con vistas al mar y una cabaña detrás, jugando y brincando, gritando y bailando. Siendo libres. Libres de una sociedad que hace poderosa a los necios y aplasta a los sabios. Pero también soñé con el dios del que me hablaba. Atractivo y con una sonrisa espléndida, pero con el corazón roto. Se veía un gran abismo y vacío en él. Se veía una soledad abrumadora. Y unas palabras replicaron en mi cabeza. Venían de César, el chófer, y hablaban de los dioses en los que él parecía que creía, seguido de un: “el invierno será frío”. Y así amanecí, con frío, a pesar de estar la calefacción puesta todavía. Era eléctrica y el contador estaba trucado, como en casa de Onai. Todo me recordaba a él. ¿Y si es que en verdad estaba enamorada del gitano y mi hermano me recordaba tanto a él que por eso tenía sueños eróticos?

Yo… Yo no necesitaba tomar ninguna decisión. Lo más probable es que ya hubiera decidido tiempo atrás. Decidido estar con los dos; Onai y Eric. Pero era una opción que la sociedad y mentalidad occidental nunca podría aceptar. De hecho yo no podía aceptar que Onai estuviera con otra, aun yéndome yo a los brazos de Eric prácticamente de forma inmediata tras estar con él. Qué horror. Era el caos en sí mismo fluctuando en mi cabeza. De pronto gigante, de pronto enano.

Mi hermano dormía con la boca abierta. Estaba tan adorable… Acaricié su mejilla y abrió los ojos, sobresaltado, para luego reconocerme y sonreír.

—¿Qué tal dormiste? —me preguntó, bostezando.

—Bien. Estabas tú para protegerme.

—Soy todo un caballero.

—Jajaja. Hablando de caballeros… ¿sigues jugando al juego aquél?

—¿Cuál? ¿El WoW? Ojalá. Ya no tengo tiempo. Volveré, yo lo sé.

—Se te veía muy feliz cuando estabas ahí.

—Vivía aventuras que no he llegado a vivir en la vida real. Dime, ¿podría yo ser un mago que acampa con un pícaro y un guerrero y se dispone a derrotar a no-muertos y a un nigromante?

—Jajaja, sí. Todo lo que te propones lo consigues.

—Sería digno de ver, sin duda. —rio. —Hice buenos amigos. No, grandes amigos. Los conocí, ¿sabes? Fue mi primer destino. Barcelona, una ciudad de ensueño. Estuve un par de semanas con ellos y me largué a Francia. Y a partir de ahí, el resto.

—¿Qué tal París?

—Me aburrí mucho en Francia. Yo no tenía ni idea de francés y la gente con la que me topé no sabía inglés. Buf… Llegué a Alemania y mejoró la cosa, pero también fue un coñazo. Un mes allí y un par de comentarios racistas me hicieron querer volver. Al final cogí un billete hacia Argentina y de allí hacia arriba.

—¿Qué tal te trataron allá?

—Mal. Siempre en todos los sitios. Es decir, bellísima gente, bellísimas ciudades y bellísimos paisajes. Pero al final siempre dabas con los típicos que te amargaban la vida y te hacían avergonzarte de quién eres, queriendo huir de allí. Llegué a México, donde mejor trato recibí a pesar de su mala fama por sus cárteles de droga, y luego a Estados Unidos. No estuve mal allí. También, racismo. Pero también buena gente. No sé. He visto de todo. Volví a Europa, fui a Asia, volví a América… Y de nuevo a España. Creo que aquí es donde mejor me siento.

—¿Y por qué montas la empresa en Alemania?

—Por el dinero. Quedarse aquí es condenarse.

Estuvimos un rato en silencio, levantándonos y abriendo persianas para recibir otro día lluvioso y helado.

—¡Pero volveré! —dijo, contento.

—¿A pesar de las modas estúpidas?

—No, no sigas. Ya veo a todos, que van de malotes y de reyes del mundo. Les falta mucha humildad.

—Les falta un par de hostias bien das.

Nos miramos y reímos al unísono.

—¿Te acuerdas cuando madrugábamos y tú no callabas? —me dijo. —Yo estaba atontado, sumergido en los cereales que no quería comer porque no me entraban en el estómago y tú “blablablá”. Así todo el rato. Encima contabas lo mismo siempre.

—Ya, era una pesada.

—Nah, pero te entiendo. Yo siempre estaba decaído y tú te levantabas con energía.

—Ahora es al revés. —le solté. —Me aburre tanto la vida que sólo me apetece quedarme retraída en mí misma.

—No debería. Tan pronto tenga dinero te enseñaré lo que el mundo me enseñó. Te llevaré a donde haga falta. ¡Confía en mí!

Me sonrió alzando el pulgar y yo confié. En el fondo de mi corazón confié en él más que en nadie. Si a lo del hombre perfecto le sumamos que me sacaría del barrio entonces no era de extrañar que tuviera los sueños que tenía.

—Me pica todo el cuerpo, joder. —se quejaba. Le habían salido granitos por la cara, por la espalda y por el pecho. —A ver si voy a tener la puta varicela.

Rayos se escucharon de fondo.

—¡Rayos y centellas! —exclamé con voz de anciano. —Tranquilo, será algo que te ha dado alergia.

—¿Tú sabes qué mal lo pasaba cada vez que me veía granos en un país extranjero? Si ya es jodido pasar la varicela imagínate en un país medio-pobre en el que eres un inmigrante, la mayoría de veces sin papeles.

—Pos ahora estás en España, así que tranquilo que te lo pagamos todos los españoles.

—“Pos”. ¿También te lo ha pegado el Onai?

—Tú qué crees…

Zas, otro rayo. De los que iluminaban toda la casa.

—¿Salimos a dar una vuelta? —le pregunté. —Me agobia estar encerrada mucho tiempo.

—¿Le has cogido asco a la soledad y al aislamiento?

—No. Digo, sí. No sólo me rallaba en casa sino que no podía estar tranquila. A veces daban balonazos a posta para fastidiarme. Claro, cada vez que escuchaba un ruido fuerte me ponía nerviosa. Y en ocasiones sólo eran los vecinos moviendo los cajones.

—Sí que tiraban alto, sí.

—Los vecinos acabaron hasta el coño de ellos.

—Normal. No siempre darían a tu piso.

—Exacto. —me quedé atontada, cuando le solté: —Oye, ¿cómo que mi piso? También es tu casa.

—Lo era. Ahora mi hogar son mis pies. A ver, una cosa. Si te apetece hoy darte una vuelta, ve, no te quedes aquí por mí.

—¿Qué te pasa?

—Que estoy empezando a rallarme la cabeza. Me va el corazón acelerado y tengo mucho calor. Creo que es la paranoia, nada más. Me tumbaré un rato a ver si se me pasa. Si es que no tengo alergias conocidas. No lo entiendo.

—¿Cómo que no? A la hierba.

—Ah, sí. Cierto, cierto. En primavera me mataba. El resto del año… normal. Climas húmedos, climas húmedos.

Parecía delirar. Igual sí que tenía fiebre. Igual sí que era la varicela. Me acerqué a él y palpé su frente con la mano.

—Es que tú aumentas mi temperatura, nena. —me soltó. Reí con desgana. Los sueños eróticos se me repetían en la mente.

—A que me desnudo, a ver qué haces.

—Venga, no te atreves.

¿Me lo estaba proponiendo de verdad o era sólo una broma? ¿O me lo proponía como broma para que si cuela, cuela, y si no, no pasa nada?

Me fui quitando la parte de arriba del pijama. Quería ver su reacción. Alzó una ceja y tragó saliva. Como si fuera un chico pequeño. Sonreí tiernamente. Me dio miedo seguir desnudándome así que solté la prenda con mis manos y volvió a donde estaba. Al final sólo le enseñé un poco la barriga.

—No me paras, ¿eh?

—¿A fin de qué iba a parar a una tía buena como tú?

Reí como una estúpida, tapándome la boca con la mano.

—A veces… —me dijo. —A veces me tiraba así sobre la cama. —se tumbó en la cama bocarriba y con los brazos detrás del cuello. —Y pensaba en lo bonito que sería tener a una chica linda como tú a la que hacer reír y con la que compartir mi vida. Y fue cuando recordé que tenía a una chica maravillosa como tú. Te tenía a ti. Por eso volví. Necesitaba tenerte y hacerte reír de nuevo.

¿Qué hombre, aparte de él, me dedicaría semejantes palabras? Cada día iba a peor. Supe con certeza que en la noche los sueños serían más intensos y vívidos, y cada día iría a más y más y más.

—Bobo. Mírame, ya estoy roja.

—Ahhh, problema tuyo.

—Cuéntame, háblame sobre México.

—Ahhh, gente muy linda, nomás. —puso acento mexicano. Me recordó a la película del libro de la selva. Se le iluminaban los ojos al acordarse de aquel país. —Mucho calor, gente muy cercana, y…

—¿Y las mujeres?

—Ahhh, mujeres muy lindas, wey. —otra vez acento. —No era muy difícil hacerse un hueco en sus corazones.

—¿Ellas lo hicieron en el tuyo?

—Menos. Sabían que tendría que irme, y quizá eso las hacía más adictas a mí. —volvió a su acento de España. —Pensaban que podrían mantenerme si me enamoraban. Pero yo sabía bien que me iría, así que intentaba no hacerme ilusiones. No sólo las de allá, sino en la mayoría. Pero sí, tuve algún encuentro muy especial. Sé que si yo volviera e intentase una relación sería un fracaso. Hay cosas que es mejor dejarlas como están.

Parecía una frase dedicada a la voz que me insistía en abalanzarme sobre él y hacerlo mío. Pero mío ya era. Era mi hermano. ¿Había algo más bonito que eso? Suspiré, no sé de qué. Sólo sé que suspiré.

—¿Por qué no sales? —me preguntó. —Ánimo. Llama a la Jessy…

—Jenny.

—Eso. Llámala y salid de fiesta por ahí, o dad una vuelta o algo. Yo estoy chof hoy.

—Me quedaré a cuidarte.

—No, por favor. Sé que quieres salir, me lo has confesado, así que por favor, sal. Yo me tomaré algo y descansaré tooodo el día, que para eso pagué este piso, para no tener vecinos molestos y así descansar.

—Qué envidia me dais todos, joder. A Onai no lo molestan porque lo temen, a Eric tampoco porque vive insonorizado y a ti tampoco porque es una urbanización de pijos. Joder, y yo aguantando a payasos como a Javi.

—Podemos planear algo contra él. Joderle de alguna forma. Sería gracioso.

—Pues sí… —dije sonriendo malévolamente.

—Pero hoy sal. ¡Vamos! ¡Mueve tu culito respingón y queda con tus amigas!

Lo haré. Pero para evitarte un rato, a ver si me distraigo de tu hermosa y atrayente sonrisa.

—Lo haré, pero porque tú me lo pides. —le mentí. Él me guiñó un ojo y se fue quedando dormido allí mismo. Lo tapé con las sábanas y cerré la persiana que habíamos subido hacía cinco minutos. Y, entonces, me preparé para salir…

 

 

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