Pasé la tarde arreglándome, intentando no pensar mucho en ello. Me coloqué los pendientes, me ajusté el escote y peiné mejor mi pelo. Ya estaba perfecta para salir. Pantalón negro ajustado, jersey negro y azul, pendientes de aros dorados y pelo recogido. Me maquillé un poco. Lo justo para ir arreglada sin sobrecargarme el rostro. Un poco de color, sombra de ojos y pintalabios rojo suave. Di un toque a Eric y vino a recogerme en menos de diez minutos. Bueno, fue su chófer, César, quien me recogió, en un coche lujoso negro. Destacó mucho en el barrio. Varios de los chicos se acercaron para cotillear. Quise largarme de allí en cuanto antes. Y entonces apareció Onai entre tanta gente. Me dio mucha vergüenza. No quise ni mirarlo, pero resultó imposible. Se fue acercando a mí, iluminado por la farola fundida que estaba al lado del coche.

—¿A dónde vas? —me preguntó con una sonrisilla forzada.

—No es de tu incumbencia. —me hice de pronto la dura.

—Vale, vale, fiera… Podría haberte llevado yo. —soltó una carcajada.

—Idiota. Déjame.

No sé si es que se quería hacer el gracioso delante de sus amigos o quería hacer ver que no pasaba nada cuando realmente le dolía. Yo simplemente me quise distanciar de él, hacerle ver que había sido una aventura de una semana y poco más. Me metí en el coche y cerré de un portazo. Él gritó:

—No te preocupes. Por suerte para ti, no soy celoso.

Hice como que no le escuché y miré hacia otro lado. Le pedí a César que se apresurase, y éste arrancó:

—Señorita, ¿ese hombre te molesta?

—Sí, mucho. No deja de acosarme. —dije sonrojándome recordando sus labios recorriendo mi piel y su…

—¿Quieres que haga algo al respecto?

—¿Hm? —interrumpió mis recuerdos. —¿Eh? No. ¡No! ¿Cómo…? No, no. Sin más. Me molesta con bromas. En el fondo tienen su gracia, aunque a veces se hace pesado. Lo conozco desde hace años, no quiero que le pase nada.

—Hay que tener cuidado con esa gente. No se sabe por dónde van a salir…

César aparentaba ser más reservado de lo que realmente era. Empezó a incordiarme. No sé por qué me sentí protectora respecto a Onai. No quería que le hiciera daño. Ni que se lo pensase, siquiera.

Espera… ¿por qué?

Ni me molesté en observar el paisaje a través de la ventanilla. Mi mirada se clavaba en el asiento que tenía de delante, en el cual se sentó Eric al poco rato. Llevaba una corbata azul, una americana y pantalón grises, y una camisa azul. Su pelo engominado hacia atrás y una espectacular sonrisa encima de su mentón cuadrado.

—Hola, Yanira, ¿te encuentras bien? —me preguntó. Su sonrisa brillaba tanto que incluso podría deslumbrarte. Pero…

—Sí, sí… Es sólo que estoy distraída.

—Vaya. Será una noche ligera, entonces.

Asentí con la cabeza. ¿Me atrevería a contarle lo sucedido? Quizá me perdonaba. Quizá quería continuar con la relación. Sin embargo…

—Eric…

—Dime.

—¿Qué es lo que tenemos…?

—¿A qué te refieres?

—Nosotros. ¿Qué somos? Empezamos como… follamigos, siendo claros. Y empezaste a cubrirme de atenciones que no necesitaba pero que me agradaron… —no me atrevía a mirarlo a los ojos, pero yo sonreía al relatar lo que decía, y sentía en él otra sonrisa. —Y tuviste detalles, y excursiones, y…

—Sssh, no lo pienses. Yo… Lo cierto es que siento cosas por ti mayores de lo que me habría llegado a plantear. Pero considero que es mejor no pensarlo, sino dejarse llevar. ¿No?

—S… Sí, supongo. —le miré a sus ojos azules de corderito degollado y le sonreí.

—Además, la noche acaba de empezar. —alzó una ceja de manera encantadora. Extendió su mano hacia mí y me atrajo hasta su asiento, rodeándome con sus brazos, donde yo me sentía amparada y protegida a la vez que avergonzada por traicionarlo. ¿Podría perdonarme a mí misma? ¿Podría rehacer lo que estaba construyendo a su lado? No, si no le era sincera. Pero ahora no quería serlo. Me encogí en él y cerré los ojos. Me habría quedado dormida en ese mismo instante de no ser por unos baches que cogimos. Lo cierto es que no me apetecía nada. Nada, nada en absoluto, solamente que él me abrazase. Una habitación en silencio, una chimenea encendida, nosotros desnudos y las sábanas protegiéndonos. ¿Por qué no podía tenerlo? Oh, claro, me había tirado a otro. Y para mayor colmo al bajarnos del coche y aparecer en un restaurante de alto prestigio de fondo se escuchó un coche con flamenco puesto. —Ah… No soporto esa música. —dijo él. Lo miré. No compartía sus gustos. Una voz gitana me sumergía en un profundo estado de relajación y de sentimientos. Y de pronto me acordé de Onai en el banco rasgando una guitarra y entonando canciones que pocos podían entonar. Y me robó una estúpida sonrisa. Fue en ese momento cuando parpadeé y me fijé en el restaurante en el que estaba. Nos encontrábamos en un pueblo alejado. El color verde nos rodeaba. Adentrándonos en un bosque, estaba este restaurante. Subía unas escaleras que parecían de cristal. El lugar en sí parecía hallarse flotando. Su base se construyó sobre un árbol cuya especie no supe reconocer. Había que tener confianza en que no cediera, sin duda.

Del techo colgaban trepadoras. Subiendo las escaleras te topabas con dos puertas de cristal, las cuales se deslizaban para permitirte el paso. Y del frío ambiente a un cálido confort estando adentro. Todo estaba hecho de madera. Las mesas, la barra, el suelo… Fue como hallarse en la casa de un cuento de hadas. La gente allí comía sin preocuparse de su alrededor. Nada más entrar tenías las mesas. A cinco metros, la barra. La cuestión es que tanto lujo me sobrecogió. La música que sonaba era clásica. No sabía reconocerla. Ni la música, ni la madera, ni las plantas, ni… nada. Me sentí estúpida. Como un pez fuera del agua. Eric me agarró sutilmente de la mano y me llevó hacia una esquina, donde un metre, el camarero que te hace la pelota y te recoge las peticiones, nos atendió dándonos la carta y haciéndonos un poco la rosca. Joder, yo era una choni de barrio a la que ese hombre estaba elogiando solamente por con quién estaba yo. Tanto lujo me venía en grande. Me agobié. Y más al leer la carta y ver tantas combinaciones de alimentos que no comprendí. La solté y le dije a Eric:

—Sabías que con llevarme a un McDonalds también me convencías para tener sexo contigo, ¿verdad?

Le robé una carcajada que resonó en todo el restaurante. El metre me miró como lo que yo era: una barriobajera. Y me sentí de nuevo en mi lugar. Me sentí más cómoda siendo mirada con asco que con envidia. Extraño, ¿verdad?

—Está bien. Abelino, —se dirigió al metre. —tráenos un buen solomillo con patatas. Y un rioja del noventa y ocho.

—Marchando, señor.

Se dibujó una pequeña sonrisa en su rostro. Supe en ese momento que no me miró con asco. Me miró extrañado. Porque él era como yo: un hombre de barrio. Y seguro que siendo metre de ese restaurante ganaba bastante. Lo máximo a lo que podríamos aspirar cualquiera de nosotros. Pero ahí estaba yo, con mi “príncipe azul” tras haberla cagado rotundamente.

—Así que vamos a tener sexo, ¿eh? —me dijo.

—No. O sí. No… no sé. No sabía qué decirte. Estaba agobiada. Encima… ¿Viste los precios? Si el puto solomillo ése es lo que cuesta toda mi ropa.

Otra carcajada le robé.

—Eso es lo que me gusta de ti. Que seas tan tú. Tan real.

—Acabémonos ese chuletón ya y vámonos.

—Pero mira a través de la ventana.

Le hice caso. Allí donde mi mirada se posaba había un lago, oscuro por la noche, lleno de luces, reflejando estrellas. Aunque hubiera luces encendidas podía verse el cielo despejado. Un paisaje que me enamoró en el primer momento en el que lo vi. Y cuanto más me gustaba, más culpable me sentía. Agarré las manos de Eric y lo miré a los ojos. En ellos había un brillo especial. Mi boca se secó. Para colmo tragué la poca saliva que tenía. Casi me atraganto con ella, pues se quedó en mitad de la garganta y tuve que insistir para que pasase. Suspiré. Abrí la boca y le dije:

—Q… Qué sed tengo, joder.

Sonrió. Nos trajeron el vino y adulzamos nuestros paladares. Así pasamos un par de horas encantadoras. Cenando. Sí. Dos horas para cenar cuando yo solía tardar veinte minutos. Y pagó como si no fuera nada para él. Se dejó un sueldo entero de cualquiera que yo conociera. César nos llevó hasta su casa. Subimos, rematamos las copas sentados en su sofá, encendimos la chimenea y nos quedamos mirándonos a los ojos, escuchando unas cuantas canciones de Lana Del Rey. Eric suspiró, se aflojó la camisa después de tirar la corbata y la americana a otro lado de la habitación y dijo, ya borracho:

—¿Qué le pasa a esta chica? Siempre cantando sobre chicos malos. ¿Qué tienen los chicos malos?

—¡Ja…! —dije de forma sarcástica. Mis ojos fueron a parar sobre la chimenea, donde se dibujó el rostro de Onai. —No sé…

—Dímelo tú, que vienes de un barrio peligroso. —se echó las manos al rostro y se tumbó.

—¿Qué tienen los chicos malos? No sé. Que te hacen sufrir. Y amar es sufrir, ¿no? No sé. Es ese aire de prohibido, ese aroma a libertad al estar a contracorriente con la ley. Pero sólo puedes esperar acabar mal si estás con ellos.

—¿Estuviste con muchos?

—¿Hm? No. Dos… —mierda. En verdad sólo era uno, pero conté a Onai. —No. Uno. No sé ni lo que digo.

Cruzó sus brazos y me miró con una sonrisa. Sus ojos se iban entrecerrando. Se estaba quedando dormido enfrente de mí. Me levanté y me paseé sensualmente por la habitación, aunque él no me viera. Cerré las persianas y avivé el fuego de la chimenea. Entonces me acerqué hasta su pantalón. Culpabilidad o pasión, no sé qué era aquello. Llevé mi rostro hasta donde él tenía su pene. Lo rocé con mis labios por encima de su ropa y poco a poco se fue abultando. Él lo notó y entreabrió los ojos. De pronto retiré su cremallera y me metí en la boca su órgano sexual. Ahí acabó por despertarse del todo. Al tener sueño parecía estar más relajado, ya que se puso erecta enseguida. Su glande rozó mi campanilla. Lo saqué, casi ahogada. Las babas colgaban desde su pene hasta mis labios. Que él lo viera le excitó aún más. Mis ojos felinos se posaron sobre los suyos y gruñí como una gatita en celo. Le di un mordisco a su puntita y ésta se agitó, lubricando, salpicándome un poco de su semen. Entonces fue un lametón. Mis ojos no se despegaban de los suyos, aun estando metiéndome y sacándome su pene de mi boca. Me daba vergüenza y a la vez me ponía cachonda. Con mi mano estrujé el tronco de su pene. Lo apreté con fuerza. Entonces bajé hasta sus testículos. Los introduje en mi boca, succionándolos. El pene se estremeció. No quería que se corriera todavía.

Me quité rápidamente el pantalón y me puse encima de su falo. Mi vagina estaba tan húmeda que gotearon fluidos encima de él, que lo sintió como si fuera el mayor placer del mundo. Su pene vibraba, deseando estar dentro de mí. Poco a poco fui bajando, introduciéndomelo, llegando hasta el fondo. Una vez ahí, en lugar de volver a levantarme, meneé mi cadera, moviéndolo dentro de mí. Rebotaba, se agrandaba, cambiaba de tamaño. Tenerlo ahí me hizo olvidar el mundo entero. El sexo… El sexo era vital para mí. Era prácticamente por lo que se regía mi cuerpo. No lo negué y lo disfruté como una perra. Lo miré con una mirada sensual. Él contraía el rostro mientras yo lo montaba. Posó sus manos sobre mis pechos. Me retiró el jersey y se los metió en la boca. Los chupó con ganas. Movió la cadera, deseando entrar más en mí. Pero no podía. La tenía entera dentro. Su cuerpo empezaba a recibir espasmos. Estaba corriéndose. No quería que fuera tan rápido. Pero no detuvo sus embestidas. De hecho seguía teniéndola dura. Me alegró aquello. Quería que durase. Que durase, que durase. Lo abracé. Mi cuerpo sudaba. Yo entera desnuda, él todavía con la ropa puesta. Se la fue quitando hasta que me cogió en brazos y me tumbó sobre la cama. Me puso a cuatro encima de ésta y me penetró más. Aquella vez con violencia. Eso me puso más cachonda. Me gustaba que me follasen así de duro. Agarró de mi pelo y lo estiró hacia atrás. Sus muslos rebotaban en mis nalgas. Iba a correrse otra vez cuando lo hice yo primero. Grité como una psicópata su nombre al tiempo que él gritaba el mío, temblándole el pene dentro de mí, sintiendo su esperma llenándome. Cuando acabó recuperamos el aliento. Nos tumbamos encima de la cama, exhaustos. Nos miramos a los ojos una última vez y nos quedamos dormidos de inmediato. El sexo fue maravilloso. Pero el sentimiento de culpabilidad seguía dentro de mí…

 

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