De vuelta al barrio. Aunque últimamente hubiera tenido buenos momentos estaba deseando salir de allí. Un cambio nuevo de aires. Una casa nueva, una urbanización con gente distinta, un…

No. Por un momento me lo imaginé. ¿Yo con pijas? ¿Yo con las que se pasan el día criticando creyéndose mejores que las demás y con el ego por las nubes? Parpadeé. Bueno, no era muy distinto de lo que allí había, pero aquellas mujeres del barrio eran más reales, más auténticas que las pijas.

Ya me estaba haciendo mis paranoias mentales. El cuento de la lechera. Lo peor es que yo me hacía esperanzas y sueños aun viendo el jarrón en el suelo roto con toda la leche esparcida.

—¡Guapa!

—¡Estúpido! —grité sin saber que era Onai quien me lo decía desde el banco rodeado de sus coleguitas. Por un momento había pensado que era el típico chaval que se cree gracioso soltando piropos a desconocidas. En sus manos sostenía la guitarra. Con su mano derecha rasgaba las cuerdas sin tocar acorde alguno.

—¿Quieres una canción, mi reina?

—O dos. —le contesté toda sonriente.

—¿No te gustaría que te tocase como la toco a ella? —preguntó mientras empezaba a arpegiar las cuerdas. Casi logra ruborizarme si no hubiera sido porque estaba delante de sus amigos y pensé que era para hacerse el chulito ante los demás.

—Nah, demasiado inexperto.

—No seas tan creída. Si no eres tú, será otra.

—Me gustaría verlo.

—¿De verdad quieres verlo? Hoy vamos a salir de fiesta, vente con nosotros.

—Pf, ¿y qué? Aunque estuvieras con otras pensarías en mí.

—Ja, la paya. —rio mirando hacia otro lado cuando le dijo el Chino:

—Pos lo ha clavao.

Onai le dio una patada ligera, ya que éste estaba tumbado a los pies del banco. Se carcajeó mientras yo me iba sintiendo poderosa.

—Oe, ¿pero no es domingo hoy? —pregunté.

—Es fiesta patronal en un pueblo. ¿Cuál era? Bah, ¿qué importa? Gritos, borrachera, bailes, ¿no te hace?

Se lo debía. Les había dicho hacía tiempo de salir con ellos alguna vez. Y en el fondo me apetecía un montón. Peeero, y siempre hay un pero, dejé que me rogase un poquito más.

—Ya he estado de fiesta estos días.

—Pero no del tipo de fiesta que necesitas. —dijo posando su guitarra y levantándose, acercándose a mí. —Necesitas más marchosa, más cañera.

—Quietecito ahí. Tus manos donde pueda verlas.

—Me tendrías que pagar para tocarte, reina.

—Ah, ¿sí? ¿No será que en verdad lo estás deseando y todo es fachada?

—Tú ya sabes qué es lo que deseo. —dijo acercando su rostro al mío como cuando me susurró aquellas palabras que me humedecieron tanto en su portal. —¿Qué has estado haciendo? ¿Encerrada en casa viendo pelis? —se separó y volvió a hacerse le graciosillo.

—Follando en una cabaña en el monte. —le dije para hundirle la actitud que tenía de gallito de corral. Y, aunque una ceja le tembló como si le doliera, supo recuperarse rápidamente:

—Bah, tú no eres ese tipo de mujer.

—Ah, ¿no? ¿Y cómo soy?

—Tú eres más marchosa. —bajó el tono de su voz para que sólo yo lo oyese. —Eso es para las románticas cariñosas. Tú lo que quieres es que te follen bien duro. Que te metan la polla hasta el fondo mientras dices que te duele. Quieres —sin darme cuenta ya estaba dejándolo acercarse mucho. Aproximó su boca hasta mi oreja y con su cálido aliento, el cual me provocaba escalofríos, me dijo —Quieres que te follen como a un animal, y no como a una princesa. Porque hasta las princesas pueden ser perras.

Me quedé inmóvil, como una gilipollas. Tendría que haberle soltado un guantazo y haberme ido, pero sentir su aliento y escuchar sus palabras me habían relajado y…

—A las siete salimos en coche. Quedamos aquí. Si vienes te llevo, si no, pues disfruta de tu noche pegada al WhatsApp con tu churri.

Hijo de puta. Me dejó con ganas de irme con él. Sin embargo no iba a darle esa satisfacción. Elevé mi mentón, orgullosa, y me marché de allí. Si hubiera ido con él habría sido rebajarme a su nivel. Pero tenía razón. Me apetecía salir de fiesta, desinhibirme un poco. Me encerré en mi cuarto y me puse una película. Eric me habló por Whatsapp. No le contesté. Me negaba. Me negaba a darle la razón a ese payaso de Onai. Mi noche no sería tan aburrida. Mi noche sería… Sería…

Sería una noche que cambió mi vida.

Las siete. Las siete y media. Ya se habrían ido sin mí. Pero de pronto el telefonillo sonó. Contestó mi madre y dijo que era para mí.

—Reina, ¿vas a bajar? —dijo Onai.

—¿A cambio de qué? —pregunté, picarona.

—A cambio de una noche de infarto. Va, si lo estás deseando. Dejémonos de orgullo y pasémoslo bien. Te prometo no tomarte el pelo.

Sonreí. Menos mal que no podía verme. Sus argumentos me tentaban. ¿Estar de tranquis en mi casa o de fiesta por ahí? Bastó con leer a Eric diciéndome que mañana tenía otra de esas reuniones para a los cinco minutos ponerme los tacones y maquillarme por encima.

—Las mujeres tardan más en prepararse. —dijo Onai.

—Cállate. Me dijiste que no me vacilarías.

—Sólo es un dato, oye. Y curiosidad. ¿Cómo es que fuiste tan rápido?

—Una tiene sus trucos.

—O estabas preparada de antemano.

—No, la verdad es que no. Las mujeres administran mal el tiempo.

—Y tú no eres mujer, ¿no?

—¡No! Soy una extraterrestre venida a menos. —reímos. —¿Dónde está la gente?

Estaba él solo, con vaqueros y chupa de cuero por encima de los tirantes.

—Les mandé a tomar por culo. Les dije que yo me quedaba esperándote y se fueron.

—Entonces te mandaron a tomar por culo ellos a ti.

—Lol, qué mala eres.

—¿Lol? ¿Usas esa palabra?

—Pos caro. Si me paso las mañanas en el ordenador.

—Cuando no tocas la guitarra o vendes droga.

—Jajaja, también. ¿Entonces qué, vamos?

—No, me he arreglado para verte a ti. —resalté el tono sarcástico.

—Como cuando fuimos al bar. —me dijo alzando una ceja.

—A ti lo que te gustó fue cuando estábamos en el portal.

—Me habría encantado engancharte y… —se fue acercando a mí cuando le solté:

—Sssh… Dijiste que no me acosarías.

—Vale, vale. —alzó las manos y sonrió. Caminamos hasta su coche y pusimos rumbo al pueblo. No se iba mal. Me esperaba un carro peor.

—Es nuevo. —dijo leyéndome la mente. —Me lo pillé hace dos semanas. Cuando tú estarías en helicóptero meando a los pobres desde el aire.

—Jajaja, no, os estaba cagando.

—Y yo creía que eran las palomas, que habían evolucionao y que su mierda era como la humana.

No sé por qué me hizo tanta gracia que me estuve riendo varios minutos. Esa risa que te da agujetas en la zona abdominal. Me sacó la lengua, como un niño pequeño. Por un momento sentí ternura, hasta que realizó la siguiente pregunta:

—¿Cuándo follaste por última vez?

Al principio me quedé descuadrada.

—¿De verdad quieres saberlo? —pregunté. Se encogió de hombros. Imité su gesto y le solté: —Hace un día, creo.

—Vaya. Yo hace dos días. Me ganas. —sonrió. No sé por qué me dolió su frase. Me gustaba tenerlo a mi vera dándole calabazas, pero no me gustaba saber que era de otras.

Silencio.

—¿Te gusta?

—¿Hm? ¿El qué?

—Follar. Con él, digo.

—Pues… sí. Si no, ¿para qué hacerlo?

—Porque no es lo que quieres.

—¿Ah, no? ¿Y qué es lo que quiero?

Frenó. En mitad de la autovía. Podría provocar, o haber provocado, un accidente. Podríamos habernos matado. La adrenalina se me disparó. El corazón se me puso a mil por hora. Me agarré a lo que pude hasta que mi cerebro analizó la situación.

—A mí. —me dijo y se acercó a besarme. Sus labios se juntaron con los míos. Por el susto no pude ni reaccionar. Pero a los dos segundos me separé y le dije:

—Para, ¡para! Joder, podríamos habernos matado. —el corazón seguía palpitándome a toda velocidad. Mis ojos se habían empañado en lágrimas. Y él se rio.

—Por aquí no pasa nadie. Yo sabía lo que hacía. Pero tú no, y eso es lo que te mola. Que yo tenga el control sobre tu adrenalina. Sólo buscas subidones, y yo sé proporcionártelos de forma segura.

—Q… ¿Qué cojones dices?

Me miró atentamente, iluminado por las farolas, resaltando sus labios gruesos. En ese preciso momento todo lo que quería era que se moviera y retomase la velocidad. A casa, más que nada.

—¿Por qué me has besado? —le pregunté ya más tranquila, con él de vuelta conduciendo al pueblo.

—Sólo era un juego. Ahora tengo tu saliva en mis labios. Cuando me enrolle con la pava que pille sabrás que se está comiendo tus babas.

—¿Qué? ¿Por qué te vas a liar con cualquiera?

—Porque me dijiste que no podría. Y vaya si puedo.

—Dijiste de dejar el orgullo aparte. Además, para cuando quieras hacerlo mis babas ya estarán disueltas.

—Entonces tendrás que besarme de nuevo.

Me costó reaccionar pero lo hice pasados cinco segundos.

—Ni en tus mejores sueños, gañán.

—No necesito soñarlo, solamente frenar.

—¡No! —grité al ver su amago de tirar de freno de mano.

—Bésame, entonces.

—No. Me dijiste que no me acosarías. Me diste tu palabra.

—Vale. Es cierto, lo siento.

Parecía arrepentido de verdad, cuando aceleró. Se puso a ciento ochenta kilómetros, siendo lo establecido sesenta menos. Era de noche, íbamos con sólo los faros alumbrándonos. Si se cruzaba algo o alguien lo arrollaríamos. Aceleró más y más. Se puso a ciento noventa. De pronto me dijo:

—Te mentí. El coche no es nuevo, es robado.

—¿Qué? ¡¿Qué?!

—Como nos pille la pasma estamos jodidos…

—No, estás bromeando.

—¿Tú crees? —abrió la guantera. Fotos de gente desconocida abundaban. Sobre todo de niños.

—Le has robado el coche a un padre de familia. Eres…

—¿Qué soy?

—Un idiota. ¿Cómo se te ocurre?

Apartó su mirada de la carretera. Eso me puso más nerviosa que un frenazo. Me miró con la boca entreabierta. Sus gruesos labios colgaban. Brillaban, quizá por mi saliva. Y al relacionar una y otra un sentimiento dentro de mí de querer besarlo despertó. Mi vagina tembló por un instante. No supe por qué. Enrojecí. No quería pensar en ello. Iba a tragar saliva, pero me costaba. Lo mejor era ignorar el hecho de que aquel gitano me atraía.

Mis ojos se empañaron de lágrimas, de nuevo. No quise que cayeran. Las farolas transcurrían como estrellas en el firmamento. Las mismas estrellas que su luz tapaba. En menos de diez minutos en un silencio incómodo llegamos a la fiesta.

—Me llevarás de vuelta, ¿no? —le pregunté.

—No te voy a dejar tirada. Pero tampoco estaré ahí siempre para ti.

No entendí sus palabras. ¿Se creía que yo era una controladora que doblega la voluntad de los hombres?

Bueno… No estaría tan equivocado, quizá.

—No bebas demasiado. —le dije.

—No prometo nada. —sonrió. Vino hasta mi puerta y me extendió la mano para ayudarme a salir. Idiota yo, se la acepté, tirando él de mí, chocando nuestros cuerpos. Mis pechos estaban apretujados contra sus pectorales, y nuestras miradas congeladas. Primero boquiabierta de la impresión, después arrugando el entrecejo, y después sonriendo, dándole la espalda. Verbena en el pueblo. Una orquesta sonando. Habíamos aparcado un poco alejados. A unos cuatro minutos andando. Él iba escribiéndoles en el móvil mientras yo caminaba cinco pasos por delante de él. —Qué buenas vistas… —dijo de pronto. Entonces meneé un poquito más el culo. —Luego dirás que no provocas. —me giré y me encogí de hombros, sonriendo mientras me mordía el labio inferior. Retomé el camino y él se puso a andar a mi lado.

—Aquí no llueve. —dije yo.

—Pero hay nubes que dicen que lo hará.

—Disfrutemos lo que podamos, ¿no?

—Vaya escándalo. Imagínate que vives aquí y tienes que aguantar esta fiesta.

—Puf, me iría con algún familiar. No soportaría estar mucho aquí.

—Ja… —de pronto se puso como nostálgico. Algo le removió por dentro. —Sabes, paya… En la mayoría de la gente hay bondad, pero sacan la maldad como una defensa. Ojalá no hubiera más dolor en el mundo. Sólo dolores simples. Dolor por no haberte esforzado lo suficiente, por perder a alguien por vejez, ley de vida; dolor porque llueve un día que querías salir, porque se cancela un concierto. —calló unos segundos. —Dolor por no estar con quien quieres. Dolor por acordarte de un pasado feliz, pero ver que tienes un presente igual de feliz o mejor. Esos dolores. Y ya. No los que te ocasionan los otros.

—¿Por… por qué me dices eso? —le pregunté, intrigada.

—Porque el dolor se transforma en odio, y el odio en más dolor.

Me agarró de la mano y empezó a bailar conmigo. La orquesta se oía de fondo, junto a los gritos de la gente. Pero él estaba ahí meneando la cadera mientras sus manos se agarraban a mis manos.

—Bruce Springsteen. —me dijo. —Dancing in the dark.

—Ah, ya decía que me sonaba. La solía escuchar mi hermano.

Me sonrió por compromiso, pues había dolor en sus ojos.

—A mí también me recuerda a gente querida. Yo no soy tan malo como piensas. —me dijo, pero no con picardía gitana, sino con sinceridad. Sus ojos me lo decían. Lo peor es que se iba acercando demasiado a mí. Movió también los hombros junto a la cabeza. Muy ochenteros eran sus movimientos.

—Ya me extrañaba a mí que no bailaras algo que no fueran los Chichos… —dije para limar asperezas.

—Ja… Soy una caja de sorpresas.

Sonaba el teclado nostálgico de la canción. Como si evocase vidas pasadas. Y nosotros uniéndonos cada vez más en el baile, hasta que él me robó un beso. De nuevo le hice la cobra. Más por acto reflejo que por cualquier otro razonamiento. Y él me dijo:

—No te confíes, mi paya. Es para que pienses en lo que perdiste cuando me veas con otras esta noche.

—Como si no fueras a beber antes de liarte con ninguna, perdiendo mi saliva.

Me sonrió ampliamente. Nos separamos. La canción ya había terminado. Sonaba otra también famosa de los ochentas. Típica de mi hermano. A los dos minutos nos encontramos con la gente del barrio, la cual se quedó asombrada al verme de fiesta. Se alegraron tanto que ellos mismos se autosugestionaron para estar en un mayor subidón. Bailaban y cantaban canciones mientras nos ofrecían sus copas con alcohol barato. Yo me fui alejando de Onai para juntarme más con Jenny y Laura, y un par de chonis más cuyos nombres no recuerdo. Me hicieron más preguntas sobre Eric. Preguntas incómodas que no me apetecía contestar. Simplemente bailé al ritmo de la música como si estuviera drogada y dejándome llevar por las sensaciones. Ojalá hubiera estado drogada. Nunca lo había hecho y siempre me había dado curiosidad. Nunca había estado con la persona idónea para hacerlo. Imaginaos si lo hiciera con aquella gente, dónde podría acabar. O peor, con quién…

El payaso de Onai ya estaba hablando con mujeres aleatorias con las que se cruzaba. Las que eran más feas que yo no me daban celos, pero cuando hablaba con una que estaba más buena que yo ardía en mi interior un fuego indomable. ¿Por qué? ¿Qué cojones me estaba pasando?

Sentí una mano en el hombro que me despertó de mis pesadillas. Era Johnny, que me sonreía, queriéndome meter bonus. O sea, ligar conmigo. Yo me hacía un poco la loca, dándole evasivas y respuestas secas. Con el rabillo del ojo estaba analizando a las mujeres con las que Onai hablaba. ¿Qué importaba el aspecto físico? Si con sólo pensar que sus labios rozasen los de otra ya me ponía nerviosa, no sé por qué. Me había acostumbrado tanto a que sólo me prestase atención a mí que me revolvía ver que se lo hiciera a otras, a pesar de que me dijera que hacía no mucho había estado con otra. Y yo sé que era verdad. Pero yo tampoco era santa.

¿”Pero”? ¿Cómo que “pero”? ¿Por qué estaba pensando en él como si fuera una pareja mía que me debía explicaciones y al que yo debía guardar fidelidad?

—El puto alcohol me está afectando. —solté así sin más. Ya me había bebido dos cachis en menos de diez minutos. Me mareé bastante. Miré hacia Onai. Le estaba metiendo la lengua a una extranjera de pelo rubio y ojazos azules. El muy hijo de… Me puso furiosa. ¿Qué me estaba pasando? ¿Por qué me portaba como una niñata? Eché a andar. Les dije que volvería en cinco minutos y me largué. Volví al camino por el que Onai y yo habíamos venido. Miré el sitio donde bailamos. Yo no quería echarme hacia atrás en el beso, realmente. Sólo fue… que me asusté. Le di una patada a una piedra y apreté los puños. —Pues que te den por culo. —le dije al aire, toda orgullosa, y volví a la fiesta con el mentón en alto y la mirada más soberbia que mi actitud.

—¿Ande fuisteeee? —me dijo la Jenny.

—A comerle el coño a tu puta madreeee. —le dije, descojonándose ella cuando me apetecía soltar una grosería y no hacer una broma.

¿Por qué me sentía atraída por él? ¿Por qué, si yo estaba con Eric y nuestra relación cada día mejoraba? ¿Por qué razón era que Onai me llamaba como una sirena a un marinero perdido?

Verle sonriendo a la otra mujer fue lo que me lapidó. Ya no era solamente enrollarse con ella, sino el hecho de que estuviera siendo feliz. Me había acostumbrado tanto a ser su centro de atención que al verle con otra sentía un escozor en el alma. Qué idiota era yo. Siempre le había tenido manía, cuando en realidad era…

La gente seguía bebiendo y bailando, hablando con gente nueva o viejos conocidos. Y yo me iba quedando sola, aburriéndome, queriéndome ir. Me di una vuelta por el pueblo, a reunirme con mis pensamientos y mi soledad. A reflexionar un poco. Lo mejor era irse a casa, quedar con Eric y olvidarme de la gente del barrio. Sólo lograrían hacerme dudar sobre mí misma y lo que me rodeaba. Vi el mar enfrente, rompiendo las olas contra unas pequeñas rocas y una llovizna débil cayendo. Me senté en el suelo y hundí mi cabeza entre mis rodillas.

Pero allí, en una calle desértica, con nadie a mi alrededor, él me encontró.

—Hola, mi reina. —estaba borracho. El vino se le había caído por la camisa. Sus ojos se entrecerraban. Si su mirada ya era misteriosa de por sí estando borracho lo era más. Tenía esos ojos gitanos. Esos ojos de una raza distinta a la mía. Esos ojos de alguien extranjero pero cercano. De alguien que vivió lo mismo que yo pero de forma distinta. De alguien capaz de derretirme con una mirada. Joder, sólo verlo ya me empezaba a excitar. Se apoyó contra la pared a mi lado. La farola que iluminaba la calle emitía una luz demasiado floja. De su pantalón vaquero se asomaba una navaja. Me asustó. Pero también me sentí protegida. Se mordió el labio inferior mirándome. Bajó una mano hasta su pene por encima del pantalón y se lo sobó.

—¿Qué haces? —le pregunté. —¿Por qué no vas donde la otra a qu…?

—Calla. —me agarró de la mano, poniéndome de pie. —Yo no quiero a la otra. —se fue acercando lentamente a mí. Su aliento, él entero, olía a alcohol. Pero su boca entreabierta me seducía cuanto más se cerca estaba. —Yo te quiero a ti. —me susurró al oído. Bajó mi mano que tenía agarrada hasta su pantalón y besó mi cuello. Dejé escapar un pequeño gemido e inconscientemente apreté su pene, dejándome llevar durante un par de segundos eternos. Pero entonces reaccioné y me separé con un empujón. Mi vagina ya se había calentado lo suficiente. Quería lanzarme como una fiera sobre él, destrozarle la ropa y follármelo allí mismo. Pero no podía. Yo…

Le di la espalda.

—Esto no está bien.

Me rodeó con sus brazos mientras besaba mi cuello, lamiendo mi piel dejándome la saliva en ella.

—A mí me gusta. —dijo. —Y a ti. Yo lo sé.

—No… Para, por favor… —le decía entre gemidos. Mi cadera se movía, restregando mis nalgas en su pene, el cual iba poniéndose cada vez más duro. Mi boca se quedaba abierta, sintiendo su pene dentro de mí sin estarlo. Joder, estaba muy cachonda. Muy, muy cachonda. Él seguía besando mi cuello mientras que con sus manos sobaba mi cuerpo. Primero mis tetas. Luego… bajó hasta el tanga, deslizándose en éste hasta llegar a…

Di un paso hacia delante. Giré el rostro y negué con la cabeza:

—Por favor, yo no quiero. Va… vámonos a casa, ¿sí? —lo cogí de la mano, girándome y tirando de él hacia el coche, pero se quedó inamovible. Me agarró con fuerza de los hombros y me tiró al suelo. Mis manos se pelaron contra el asfalto. Estaba de rodillas, a cuatro, y él encima de mí por detrás:

—¡Para! ¡Para, Onai! E… esto es… ¿vas a violarme…? —pregunté asustada por lo rudo que había sido.

—No… —me dijo, deslizando su mano por mi espalda. —Porque si lo deseas, no es violación.

Restregó su pene contra mis nalgas, como estuve haciendo yo. Éstas rebotaban con cada sacudida. Dios. No podía moverme. No por él, ya que no hacía fuerza, sino yo misma. Era un sentimiento de impotencia abrumador. Estaba consciente. Desde mi cerebro le enviaba órdenes a mis músculos para que éstos hiciesen algo, para que éstos se movieran. Pero no hacían nada. En cambio, sentía miles de escalofríos que me excitaban y me rendían al cuerpo de aquel hombre. Me resultaba difícil mantenerme incluso a cuatro de los temblores que me llegaban. Acabé desplomándome contra el suelo, teniendo mi cara contra él.

Miré a un lado. El mar chocaba contra las piedras, rompiendo sus suaves olas. Me relajaron. El escenario empezó a parecerme encantador. Ya no era sólo cosa de aquel hombre, sino de momento. Mi cuerpo entero cedió ante los impulsos sexuales. Se retiró la camisa hasta el ombligo. Lo vi de reojo. Se la subió para bajarse mejor el pantalón. Asomó su pene. No lo vi con claridad. Iba a penetrarme. Pude haber huido. Pude haberme resistido. Pude haberle dicho que no. En su lugar, mi vagina se contrajo al pensar en su pene llenándome por dentro. Lo deseaba.

Me retiró el tanga mientras le daba besos a las nalgas. Después, con un dedo acarició mi clítoris. El orgasmo comenzó a llegarme. Apenas me había tocado y ya quería correrme. Estaba demasiado excitada. Nunca… Nunca había hecho algo así. Me desnudó de la parte de arriba y besó mi espalda mientras su pene entraba por primera vez en mí. Sentí su grosor, su robustez, su longitud amoldándose a cada parte de mi interior. Su punta alcanzaba con facilidad el fondo de mi vagina, la cual temblaba, haciéndolo temblar a él. Cada vez que me lo metía era un pequeño orgasmo para mí. ¿Sería el morbo? ¿Sería la excitación? ¿Sería el lugar? ¿Sería el ser infiel? ¿Sería el follármelo precisamente a él?

Era todo. Era por culpa de todo el que yo me estuviera sintiendo tan relajada, tan excitada, tan… bien follada. Me era inevitable sentir placer, sentirme deseada, sentirme completa. Me entraba sueño al mismo tiempo que me penetraba. Porque no dejaba de sentir escalofríos cálidos que me acariciaban por completo, que me hacían sentir protegida, deseada. Me sentía bien.

La llovizna cayó sobre nuestros cuerpos. Apenas gemí por lo bajo. Él no dejaba de besarme. Primero en la espalda, después en el cuello. Besos tiernos. Sus gruesos labios se fundían a mi piel. Era como estar dentro de un sueño. Como estar viviendo las mejores sensaciones del mundo y tu corazón desea que fuera eterno. Quería que me follasen así más a menudo. Quería que me cogieran sin previo aviso y me hicieran suya. Quería que durase toda la noche, que estuviera horas y horas haciéndolo. Horas, años, la eternidad. Pero entonces me agarró de la cadera y aumentó la velocidad con la que me penetraba. Un orgasmo tremendo se asomó. Me desperté de mi ensoñación para acabar corriéndome. Duró cinco, diez, treinta segundos. Duró un minuto entero en el que su polla no dejaba de entrar y de salir, golpeando contra el fondo de mi vagina. Creo que incluso eyaculé un poco. Se empezó a correr dentro de mí. No me disgustó. Sin embargo se lo sacó y remató la faena, impactando su semen en mi espalda. Su semen calentito, diluido por la lluvia, recorriendo mi piel.

Otra vez el sueño. No podía moverme, y menos con todo el cuerpo relajado. Poco a poco se me cerraban los ojos. Me sentía fenomenal. Me limpió y se sentó en el suelo, a mi lado. Vio mi cara contenta, con una sonrisa que ocupaba todo mi rostro. Sonrió al verme y apartó el pelo que cubría parcialmente mi rostro. Me miró con ternura. Era la primera vez que lo observaba mirando así a alguien. Supe en ese instante que no podía volver a repetirse. Y supe, también, que aunque no quisiera, se repetiría. Porque, sí, nos deseábamos.

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