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Capítulo XII

 

Estaba muy nervioso. Llevaba mi traje barato que se componía en una americana de veinte euros, una camiseta de seis, y unos vaqueros de quince, con unos zapatos de veinte. Toda mi indumentaria era superada por una simple prenda de mis adversarios. Hasta el pendiente de oro en aro de uno de ellos era más caro que todo lo que llevaba yo. Una gota de sudor surgió en mi frente. Era el centro de atención de todos por el parche que llevaba. Lo había cambiado por uno cual pirata, negro. No me gustaba, yo quería una especie de bandana, pero tenía que esperar. Me lo habían inspeccionado, por si hacía trampas. Se asustaron al ver mi ojo rojo. Pensaron que había adquirido aquel color después del accidente. Y yo allí estaba, enfrente de nueve más en la misma mesa tras haberme clasificado en el torneo de póker del casino. Había usado quinientos euros de Rubí, y estaba nervioso por si los perdía, pero yo no podía dejar de fijarme en todo a mi alrededor. El compuesto químico de sus colonias, el tejido de sus ropas, la higiene de sus pieles, la contaminación de sus pulmones, las vejigas y los hígados deteriorados, y demás información que me atronaba la cabeza.

 

Jugué bien mis cartas, a lo seguro. Iba casi en cabeza. No quería destacar, por si pensaban que hacía trampas. Más de una vez tiré a la basura una buena jugada, y otras, aunque ellos tuvieran un par de ases y yo las peores cartas, sabía que acabaría ganando, pero no quise arriesgar. Nadie en su sano juicio habría arriesgado en mi posición. Nadie que no viera lo que iba a ser.

 

Me sentí mal porque vi el color de sus almas, y pude observar que muchos de ellos eran honrados. Pero tenían dinero, mucho, y podían permitirse perder aquello. Normalmente era sencillo ganar a ese tipo de personas, que jugaban para pasar el rato, no para ganar, no por necesidad.

 

A pesar de poder verlo todo estaba muy nervioso, temblando, temiendo que me descubriesen, o perder por un simple desliz. En vez de tener seguridad en mí mismo, mis piernas se movían inquietas. Ellos podían leer en mi cara si estaba confiado a la hora de jugar o no, lo que me empezó a poner en una clara desventaja, retirándose ellos cuando tenía ocasión de ganar. De pronto mi ojo comenzó a sangrar debido a la presión a la que lo sometía. En cada turno me molestaba en mirar carta a carta para ver lo que tenían, y las cartas siguientes que el crupier pondría sobre la mesa para ver si podría tener una buena jugada o no. Y aquella vez no tenía un parche pegado al ojo para taparlo, sino un parche pirata por el que la sangre se escapó. La gente allí se asustó. Me preguntaron que si estaba bien, y que harían un descanso si así lo precisaba. Les pedí solamente cinco minutos. Salí al baño. Fuera de la sala del casino estaba Rubí esperándome en una silla. Al verme sangrando se preocupó. Odiaba que me viera débil, o que se preocupase por mí. Me encantaba que me quisiera proteger, pero no que yo generase sentimientos viles en ella. La acaricié y besé y me metí en el baño. Ella me siguió, muy a mi pesar. Me miré el ojo y no encontré defecto alguno. ¿Y si lo que sangraba no era él, sino el cerebro? Me concentré para ver mi reflejo, pero no vi nada malo dentro de mi propio cuerpo. Resultaba aterrador verse a uno mismo de semejante forma, y yo, que era aprensivo, más vomitivo lo encontraba, pero necesario. Miré a Rubí y le juré por Dios que estaba bien, o eso me parecía ver. No solía jurar por Dios, pero lo hice para tranquilizarla, porque, de otra forma, no me habría creído. Volví a la mesa tras limpiarme y retomamos la partida. Estaba decidido llegar hasta el final. Tenía que hacerlo, por mi hermanita…

 

Pensé en su pícara sonrisa y su mirada felina. Ese rostro tenía que amar y ser amado. Tenía que tener un futuro, y quizá unos hijos; un legado. Yo no los tendría nunca, pero ella debía continuar la estirpe de la familia. Era más atractiva que yo, y nunca tuvo problemas para llamar la atención de los hombres. Aunque el cuerpo no lo es todo. El alma le evitó tener nunca un novio. Se merecía conocer qué era aquello, y yo debía proporcionárselo, como buen hermano mayor.

Suspiré una buena cantidad de aire, el cual llevaba algo de información. Si me concentraba más podía desmenuzar qué es lo que había en el aire, pero no quería verlo, por si acaso dejaba de respirarlo. El ojo estaba bien en ese porcentaje de enfoque, aunque me costaba mucho ver las cartas cuando estaban apiladas en el mazo. Era lo que me provocaba la sangre, o eso creía. Seguía avergonzándome utilizar semejante poder de esa forma, en vez de intentar cambiar el mundo, o algo por el estilo. ¿Por qué lo habría recibido? ¿Por qué llevaba en mi vista el poder de un dios…?

Me llamaron la atención por haberme abstraído y no declarar mi jugada. Decidí retirarme en aquella partida. No quería forzarlo mucho más. Tenía bastantes fichas, jugaría para perder tiempo y pasar a la mesa final. Desclasificaron a uno, a dos, a tres… y así hasta que solamente quedamos cuatro. Yo era el tercero que más fichas tenía. De premio había diez mil euros. Quisieron repartirlo de forma proporcional al puesto que estábamos; es decir, cuatro mil euros el primero, tres mil el segundo, dos mil yo, y mil el cuarto. Todos aceptaron, excepto yo, que me negué rotundamente. Nos había costado quinientos euros y el cuarto se conformaba con sólo el doble. Yo iba a por todo. Lo sentía por ellos, pero necesitaba ese dinero para otros torneos mayores, y poder ir pagándole el tratamiento a mi hermana. Jugué como un león en la mesa final. No tuve piedad. Por un momento pensaron que hacía trampas. De hecho, unos allí me cachearon, y volvieron a revisar mi ojo por si me había puesto algo en el baño. Me pidieron que lo moviese, e incluso uno parecía querer tocarlo. Qué poco se fiaban, y bien que hacían. Sí, yo era un tramposo, pero por una buena causa: salvarle la vida a un ser querido. No lo hacía por beneficio propio, o lucro, no, sino por mi hermana. Les gané en sólo diez turnos. Reclamé el premio, y me inscribí con todo a un torneo que se celebraba el domingo siguiente, era decir: mañana.

El premio eran cien mil euros. Un torneo de los gordos, al que acude gente con prestigio, y ya no jugadores novatos. Le di la buena noticia a Rubí y me abrazó contenta y con una sonrisa de mejilla a mejilla. Quería descansar en esos momentos. Al salir del casino, justo enfrente, había un hotel de cinco estrellas, al cual fui invitado «gratuitamente» por los dirigentes del torneo del casino. Fui sin pensármelo dos veces y me tumbé sobre la cama. No había tenido tiempo para ir a ver a mi hermana. Lo sentía por ella, pero su hermano mayor tenía dinero que recaudar para su tratamiento. Un día más, y lo conseguiría. Todo en apenas una semana. Eran demasiadas cosas, demasiado estrés, demasiadas historias, pero mi agotamiento mental y físico me fulminó enseguida. Dormí del tirón, aun viendo lo que había más allá de los sueños con mi ojo izquierdo. Y lo que había era una mujer celestial acariciándome, velando por mí. La mujer de mis sueños hecha realidad. Era Rubí…

 

 

 

 

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