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Capítulo 2.1 – Luces Luminosas

 

Entré en aquel motel del pecado. Las luces de su cartel en mitad de la carretera llamaban la atención, encendiéndose y apagándose. Por un momento pensé que no encontraría mucha mujer bella dentro, pues estaba casi en mitad de la nada, pero una vez entré me deleité con todo el repertorio de bellezas que desfilaban ante mis ojos. Había de todos los países, de todas las culturas. Chicas de sobra para los hombres que allí había, que no eran pocos. Algunas de las chicas bailaban en una barra en mitad del bar del motel, el cual estaba en la entrada y se basaba en toda la planta baja. La primera planta estaba llena de habitaciones para los que requiriesen pasar una noche, o parte de ella, con alguna de las señoritas que allí había.

Y allí estaba yo, inspeccionándolo todo a mi alrededor con mi mirada avizora, en mi pose desganada con mi gabardina con un bolsillo desgarrado. Me erguí, triscando mi espalda, y me acerqué a la barra del bar.

– Un chupito de whisky, por favor. – le pedí al camarero. Me quité el sombrero y lo posé sobre la barra. Me seguía pareciendo imposible que el sombrero sobreviviese a la última cacería, y no se hubiese quemado o tuviera un agujero de bala. Después, acaricié mi barba incipiente de unos días. Ya iba tomando forma, de nuevo.

Bebí de un trago el chupito y seguí mirando a las chicas que allí había. De entre todas ellas una me llamó la atención. Era alta, de mi estatura, con la nariz afilada y ojos verdes. Sus cejas eran finas, y su pelo era rizoso y pelirrojo natural. Tenía pecas en las mejillas y una mandíbula ovalada. Le reía a un cliente. Un hombre entrado ya en años, con el pelo cayéndosele y engordando. En su mano llevaba una alianza de oro. Casado, seguramente. Y quizás con hijos.

Recogí el sombrero y me aproximé hacia aquella señorita. En el camino hasta ella me encontré con mi compañero Akira, tumbado en un sillón con su chupa de cuero y rodeado de tres mujeres. Le guiñé un ojo y le lancé una sonrisa cómplice. Él me sonrió alzando los pulgares de sus manos con el puño cerrado, en señal de que se lo estaba pasando como nunca.

– Saludos, mi lady. – le dije a aquella joven pelirroja tomando su mano y besándosela haciéndole una reverencia.

– Hola. – dijo ampliando la sonrisa.

– ¿Subimos? – la invité.

Asintió con la cabeza y subimos aquellas escaleras hasta el primer piso. Me llevó hasta una habitación al fondo del pasillo y nos encerramos en ella.

Saqué un billete de cincuenta euros y se lo dejé en una mesilla que allí había. Una mesilla, una cama, y una ventana, era todo lo que decoraba aquella habitación, así como un estampado rojo en la pared que le daba un toque más íntimo.

Posé mi sombrero y mi gabardina plegada sobre la cama mientras ella cerraba la ventana. Me arremangué la camisa.

– ¿Sabes? Hace poco vi a mi ex novia. – le dije. – Hacía cinco años que no la veía, desde que lo dejamos. Digamos que hace siete años me sucedió una tragedia, y desde entonces sólo vivía para la venganza y en la obsesión. Dos años más duramos, y a día de hoy todavía pienso que ella aguantó mucho por no haberme dejado primero. Espero no volver a pasar una experiencia como ésa.

La pelirroja asentía con la cabeza, como si le importase lo que le estaba contando.

– La perdí, para siempre, pero…, ¿sabes?, la vi hace un par de días, con un novio nuevo, agarrado a su brazo, y al verme volví a ver aquel brillo suyo que tenía cuando me miraba. Aquella señal de que estaba enamorada de mí, y de que seguía enamorada de mí. ¿Te lo puedes creer? Sé que, aunque transcurran miles de años, ella nunca conseguirá a otro hombre como yo. Quizá sí se enamore de otro más de lo que de mí se enamoró, pero nunca será lo mismo. Y todo aquello me lo dijeron sus ojos, que a pesar del tiempo seguirá brillando al pensar en mí o al verme.

Suspiré, un tanto nostálgico por los viejos tiempos.

– Mi nombre es M. – le dije.

– El mío Debrah. – me dijo. Falso, seguramente. Tenía acento extranjero, como del este de Europa.

– La vida transcurre. Desde entonces no he vuelto a estar con ninguna mujer. Ni una noche de sexo desenfrenado, ni unos besos, ni un tonteo. Bueno, hace poco intenté algo con una chica. Una joven escritora. Con intentar algo no sé a qué me refiero, pues ni yo sabía lo que quería. Pero, ¿sabes lo que le sucedió? – le dije con una sonrisa picaresca acercándome a ella y casi pegando mi cuerpo al suyo. – Se quedó en shock al ver cómo me cargaba a unos sátiros hijos de puta.

Y entonces le clavé una estaca en el torso, llenándome de sangre. La estaca tenía un veneno paralizador. Ella no se molestó ni en gritar, sino en quedarse impactada mientras mostraba sus colmillos y contraía su cara. La dejé sentada sobre la cama, con su espalda posada contra la pared y sus pies extendidos en la cama.

– Se llaman brithyrs, inculto. – me dijo ella con una voz frágil.

– Sátiros.

– También existen los sátiros, con sus patas de cabra y cuernos.

– Pues a ésos los llamaremos cabras. O cabrones.

Me senté en un borde de la cama.

– Me gusta tu modus operandi. – le dije. – Te alimentas de puteros a los cuales desprecias. Los engatusas, los subes a la habitación, y los desangras, llevándolos luego a ciudades remotas y tirándolos en mitad de la calle, o a algún río. ¿Por qué así?

– Porque son infieles a sus mujeres. – dijo ella relajando su rostro y ocultando sus dientes.

– Una vampiro. Es un honor. Sólo he conocido a uno en toda mi vida. Sois pocos y difíciles de encontrar.

– ¿Cómo supiste dónde estaba? ¿Cómo supiste que era yo?

– No podía ser que hubiese tantas muertes sin resolver por estas zonas, por muy alejadas que estén entre sí, y sin ninguna relación. Así que descartamos que la policía encontrase al culpable, porque buscaban a un humano, y buscaban por separado, no a un mismo asesino. Investigamos a las víctimas y, ¡tachán! Algunos de ellos eran clientes asiduos de este motel. Algunos pagaban con tarjeta de crédito, y eso queda registrado. Lástima, ¿verdad?

– ¿Cómo supiste que era yo? – volvió a repetirme.

Acaricié mi colgante.

– Me lo regalaron mis padres cuando yo era un niño chico, y me muestra la cara verdadera de los seres como tú cuando lo miran. Cuando mi compañero y yo lo descubrimos, pensamos que era debido a su símbolo. Alguna vez hemos dibujado, o intentado retratar, ese símbolo, pero cuando los monstruos lo miran no reaccionan, así que es poder del propio colgante. Muchas veces discutimos por eso, pero nunca nos decidimos a investigarlo, porque no hallamos nada. Ah, ¿sabías que hace poco nos hemos cargado a un líder sátiro? Trazamos un plan arriesgado y un poco kamikaze, pero así somos nosotros. Solemos ir a pecho descubierto a por nuestros enemigos, sin importar ser heridos en el acto. Y nos ha ido bien, por el momento.

– Hasta que un día os maten…

– Sí, bueno, de algo hay que morir. ¿Por qué me subiste, si yo no llevo alianza?

– Contigo quise tener sexo. – dijo sorprendiéndome. – Nunca vienen tíos jóvenes y guapos por aquí, y tú parecías encantador.

– Y lo soy. – le dije sonriéndole. – Tanto que te voy a dejar con vida.

Me miró extrañada. Aparté la estaca de su estómago. Ya tenía suficiente veneno como para que no me atacase.

– ¿Cuántos años tienes? Por tu parecer diría que unos doscientos.

– Doscientos catorce. – me aseguró. Temía preguntarme por qué la había dejado vivir.

– Lo que te decía. El líder sátiro me dijo que no podía tocarme debido al poder que reside en el colgante. ¿Te lo puedes creer? Yo siempre pensé que lo habían comprado en los chinos, o en algún bazar, y resulta que parece contener mayor poder que cualquier otro objeto que haya visto.

Siguió expectante de lo que le tuviera que decir, sudando y con las manos sobre su herida.

– Te preguntarás qué tiene que ver todo esto contigo. Yo te respondo: nada. A veces me apetece desahogarme con desconocidos.

– ¿Qué quieres de mí? – me preguntó tras un silencio prolongado sin decirle nada.

– ¿Quién es tu maestro?

– Vamos. Mi compañero cree que he venido a acabar contigo, pero te voy a dejar viva. Sin embargo necesito el nombre de tu maestro. Veo en tus ojos que lo odias por lo que te hizo, o por cómo acabó la cosa. Dime quién te convirtió, y no me volverás a ver nunca más.

– Nunca me dijo su nombre, sólo su inicial. «V».

– ¿V? ¿Era de tu país, o de la zona?

Negó con la cabeza.

– Era de Egipto; moreno, como tú, aunque con la piel pálida y sus ojos de color rojo. Aun así se le notaban sus facciones del norte de África.

– ¿Por qué te convirtió?

– En Rumanía abundan…, abundaban – corrigió. – los vampiros. V vino a esa zona para exterminar unos cuantos, y me encontró a mí. Se enamoró y me convirtió, pero yo a él no lo quise y lo rehusé. Hui, y me dejó marchar. Tuve que sobrevivir lo mejor que pude, y acabé aquí.

Asentí con la cabeza.

– ¿Dónde podría encontrarlo?

– No lo sé.

– Venga ya. Sé que los vampiros tenéis un vínculo especial con el ser que os crea. Usa tu poder para encontrarlo.

Supuse que me diría que no, porque si no lo asesinábamos nosotros, él la asesinaría a ella, pero se concentró, y al poco me reveló el nombre del pueblo donde se hospedaba, a unos kilómetros de allí.

– Creo que está ahí por mí. – aseguró. – Me ama, y quiere estar conmigo…

Suspiré, me encogí de hombros y me levanté de la cama. Me desnudé quitándome la camisa repleta de sangre, y me puse la gabardina abrochándola. Siempre la llevaba desabrochada, excepto entonces, si no quería ir enseñando un torso desnudo. Recogí el sombrero, me lo puse y Debrah me dijo:

– Adelante, hazlo.

– ¿Qué? ¿El qué? – le pregunté, un poco asombrado.

– Matarme. Sé que los de tu calaña se aprovechan de nosotros para su placer y luego nos asesinan.

– Yo no soy como el resto. – le dije, ajustando mi sombrero en mi cabeza y abriendo la puerta. Le eché una última mirada. Ella me observaba como quien mirase a un ser excepcional. Entonces le dije: – No todos los hombres infieles son malos, algunos quieren huir de sus mujeres porque son víctimas de malos tratos psicológicos, o a saber qué problemas tienen. Intenta no condenarlos sin saber nada de ellos. – y me fui.

Le hice un gesto a Akira para que nos marchásemos. Lo estaban sobando las mujeres, y tuvo que dejarlas decepcionadas. Pude oír cómo se lamentaban, aunque él también se lamentó.

– ¿Pero tú has visto qué pedazo pavas? Están tremendísimas.

– Sí, sí… – dije sin importarme mucho. Arranqué el coche y le dije: – He dejado viva a la vampiro.

– ¿Qué? ¿Por qué has hecho eso?

– Porque nos ha dado la indicación de su maestro. Vamos a por él.

– Eh, pero a ver. ¿Por qué la has dejado viva? Es un monstruo, y merece morir.

– No todo el mundo merece la muerte.

– ¿Qué te sucede? Dame una buena respuesta o ahí te quedas.

Suspiré, frotándome las manos para protegerme de aquel frío de diciembre. 

– Sufría. Lo vi en sus ojos.

– ¿Y ya por eso le perdonas la vida? Ha matado, M, y lo seguirá haciendo.

– Me es indiferente.

Apreté el acelerador y nos dirigimos al pueblo que nos había indicado Debrah, dejando atrás aquel motel de lucecitas luminosas.

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