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Capítulo 9.1 – Ganchitos

 

– Seguid el camino recto. – dijo Chorro desde el walkie talkie. Miré a Akira.

– No, decidnos cómo se llega hasta el centro comercial. – dijo él.

– No se ve muy bien. Deberíamos esperar al alba. Cambio.

– ¿Qué hacemos? – le pregunté a mi amigo.

– Lo buscaremos nosotros, y con el sol iremos al centro. Sin rechistar. – dijo alzando el dedo índice cuando iba a replicarle. Podría ser que lo consiguiéramos, el sobrevivir todos…

Anduvimos agazapados. ¿Qué habría sido de Marc? Nos asomamos a la plaza del pueblo. No sabíamos hacia dónde ir. Deseé que nuestro compañero estuviera bien. Mirando en dirección a la casa en la que nos despedimos, varias ráfagas sobresaltaron, con sus respectivos sonidos. Estaba disparando Dios sabía a qué, atrayendo la atención de todo el pueblo.

– Mierda, no te muevas. – me dijo Akira, conteniendo la respiración, los dos contra una pared y agachados. Los zombis iban acercándose a la casa. Marc seguía disparando. Se había vuelto loco, y se asomó por la ventana reventándoles las cabezas a los zombis con su M16. Cayeron muchos, pero había más zombis que balas. Las ráfagas cesaron, y no supimos dónde estaba él. ¿Se habría salvado? ¿Lo habrían mordido, como a mí?

– Va… – iba a hablar cuando me tapó la boca. Teníamos a un zombi al lado, arrastrándose por el suelo. Justo una nube se movió en el cielo, permitiendo entrar un rayo de luz de luna. El zombi se paró en seco, mirándonos como si nos reconociera y estuviera pensando qué hacer con nosotros. Se nos quedó cara de tontos y estuvimos un buen rato así, mirándonos, en silencio. El zombi rugió, Akira se puso en pie y con las botas que llevaba le aplastó el cráneo con dos pisotones. Eso alertó nuestra presencia a más zombis, y no nos quedó más remedio que echar patas. Vimos el centro comercial en una esquina de la plaza y corrimos hacia él a medida que la luna volvía a desaparecer y los zombis nos perseguían hambrientos.

Entramos, derrumbando las puertas con cristales, y arrastrando una estantería de alimentos para taponar la entrada. Estaban deseando hincarnos el diente, pero no les daríamos ese placer. Entonces nos giramos, encendimos la linterna, y…

Oh, sorpresa, veinte zombis. Nos miraron de la misma forma que el que se arrastraba, y se nos volvió a quedar cara de retrasados. Cogimos las pistolas y nos deshicimos de la mitad a balazos. El resto los pasamos a cuchillo. El ruido atrajo a más zombis de fuera, que intentaban entrar.

– Perfecto. – dijo Akira. – Apocalipsis zombi en un centro comercial.

– Aún recuerdo cuando soñabas con ello.

– Sólo que ahora no tengo ganas. Venga, busquemos algo que te sirva.

– ¿Aquí? ¿Qué pasa, hay una vacuna contra el virus T?

– No…, no lo sé. Joder. Deberíamos haber ido al hospital.

– Tampoco habríamos encontrado nada.

– Busquemos… no sé, vendas, o…

– Ganchitos. Tengamos una última cena, ¿vale?

Los zombis insistían en entrar. El centro comercial en verdad era una tienda, grande, pero que no llegaba a supermercado. Buscamos la sección de chuminadas y comenzamos a comer, como gordos.

– ¿Estáis bien? Cambio. – preguntó Chorro.

– Estupendos. – dije yo. – No os preocupéis, cambio.

– ¿Por qué habéis ido ahí?, cambio.

– Porque me salió a mí de las pelotas. – dijo Akira. – Cambio, y «corto».

– Parece que le has llamado corto. – le dije.

– Que se quede rallándose la cabeza, jajaja.

Reímos. Nos ventilamos media sección de chucherías. Estábamos con la tripa llena y a punto de vomitar.

– Nunca pensé que me acabaría hartando. – dije yo, posándome en la pared, con una mano en la tripa.

– WAAAAAGH. – dijo él, vomitando sobre las bebidas. Inmediatamente después abrió otra bolsa de patatas. – ¿Qué decías?

– Qué asco… – yo también acabé echando la pota, por el olor y el aspecto tan asqueroso de una vomitona con ganchitos dentro. Pero oye, sí que se dejaba el estómago vacío. Abrí otra, como él, y nos marchamos, sorteando los cadáveres de los zombis, yendo donde las cajas registradoras.

– No vendieron mucho en el día del apocalipsis. – dijo él.

– Deberíamos tener un respeto por ellos. En vez de honrarlos, estamos saqueando todas sus provisiones y matándolos como si nunca hubieran sido personas.

– Hostias, M, qué profundo te has vuelto.

– Será el mordisco.

– Últimamente eras bastante cabrón.

– Sigo siéndolo. Pero sí, me estaba… No sé. Creo que es el peso del medallón.

– Tampoco pesa tanto.

– Gilipollas, jajaja.

Volvimos a reír. Esos buenos momentos iban a perderse…

– Empieza el bajón… – dije.

– Lo noté. Toma. – me cedió una botella de whisky.

– ¿Bebemos hasta el amanecer? ¿Y si irrumpen zombis?

– Pues moriremos los dos.

– Nah… Bebamos un chupito, y ya.

Asintió. De pronto una tristeza infinita me atrapó en una red de nostalgia y arrepentimiento. Había tantas cosas que no había hecho, y tantas cosas que debería haber hecho. Bebimos, y una lágrima cayó por mi mejilla. Unos ruidos procedentes de la parte trasera nos distrajeron. Nos colocamos debajo del mostrador, encañonando la puerta que daba acceso a donde estábamos reunidos. Algo se estaba aproximando. ¿Grupo de zombis? ¿Zombi más poderoso y asesino que todos? ¿Un sobreviviente más? No, era el soldado loco, que había sobrevivido y llegado hasta nosotros. Nos aliviamos al verlo. Estaba sudando, con la mirada desorbitada.

– Marc, ¿cómo estás? – le pregunté.

– Bien, oí disparos, y vine a buscaros.

– ¿Te mordieron? – preguntó Akira. Tras varios segundos mirándonos con lástima, asintió con la cabeza, y nos mostró un mordisco en su pierna derecha.

– No jodas, tío… – dije yo. Le mostré también mi mordedura, y le dije que me la habían hecho antes de separarnos.

– Estamos guapos… – dijo él.

– ¿Crees que moriremos?

– Tú eres quien controla de esto.

– Yo creo que sí…

Mis palabras lo atacaron como si puñaladas fueran. Agarró la botella que yo había posado y se ventiló un trago abundante.

– Menuda fiesta tenemos los tres, ¿eh…? – dijo.

– Sí… Ojalá estuvieran Chorro y Cristina. Joder, me cago en… – dije yo, pataleando estanterías, derrumbándolas. Los zombis de afuera se revolucionaron. Se habían tranquilizado, pero volvieron a liarla. – Me gustaría despedirme de ellos, sobre todo de ella…

– En buena hora os seguí.

– ¿Por qué lo hiciste?

Negó con la cabeza.

– Hm… Ya os dije al venir. Lo de proteger a la patria era una excusa. Me iban a expulsar del ejército. Había metido la pata por torpe en más de una ocasión. Me pillasteis cuando el camión se me había estropeado, y os quise pedir ayuda, pero cuando vi las pintas que llevabais pensé que seríais sospechosos, y decidí cachearos.

– Vaya modales tuviste… – dijo Akira.

– Ya, lo siento, estaba estresado y agobiado. Cuando huisteis, pensé que lo mejor sería atraparos, así obtendría un ascenso, pues parecíais sospechosos.

– ¿Y luego? – pregunté.

– Me abrieron expediente, y dije: pues los seguiré, así obtendré algún ascenso. Pero ni ascenso ni pollas. Me he encontrado con una mierda mayor, una mierda que me superaba. Y… la verdad es que acepté porque mi vida estaba tan vacía e insulsa que… – una lágrima iba a escapársele cuando posé mi mano sobre su hombro y le dediqué una sonrisa.

– Ahora estás entre amigos.

– No duró mucho. Vamos a morir.

– Pero moriremos como héroes.

– ¿Tú crees?

– Sí…

– Eso deseo. Mi vida no sirvió de mucho, espero que mi muerte lo haga.

– No vais a morir, imbéciles. – dijo Akira.

De pronto se hizo un silencio bastante incómodo, pero necesario. Estábamos profundizando sobre nuestros sentimientos.

– Akira… Los demonios que mataron a nuestra familia merecen morir. Hemos vivido para la venganza todos estos años, pero lo cierto es que aún no hemos conseguido realmente nada. El medallón es todo lo que tenemos. No te voy a pedir… No te voy a pedir que sigas, sólo que… sobrevivas, ¿vale? Murieron, pero no debería haber sido en vano. Sin embargo aquí me tienes, a punto de morir. Sé que no es la vida que desearon para su hijo, ni tus padres para ti. Los echo muchísimo de menos. Ojalá pudiera haberme despedido. Pero no pude, joder, no pude. ¡NO PUDE! – grité, pataleando, alterando más a los zombis. – ¡Y NO PUDE VENGARME!

– ¿Qué fiesta tenéis ahí montada? – preguntó la dulce voz de Cristina por el walkie talkie. Apaciguó mis malos sentimientos. Entonces agarré el walkie talkie y le dije:

– Te quiero, guapa. Todo está bien. Sólo que… me gustaría que todo hubiera sido distinto. Haber llevado una vida normal. Tú y yo preocupándonos por labrarnos un futuro junto, teniendo algún problema familiar, celos por ex novios que hubiéramos tenido, o por pretendientes idiotas. Estrés para buscar trabajo y por pagar las facturas a fin de mes. Y aquí te tengo, en un pueblo perdido de Alemania, lleno de zombis que quieren comernos.

– Esta vida me gusta más. De una forma u otra, es a tu lado, ¿no?

– No viviremos… – dije sin presionar el walkie talkie, llorando. – No viviremos más esta vida. No…

Lancé la botella de whisky al otro extremo de la tienda. Estaba colérico.

– ¿Sigues ahí? – preguntó.

– Sí, sí. Es que… me emocionaste.

– Me alegro, jiji…

– Y yo, Cris, y yo… – dije sin presionar el botón para comunicarnos. Marc estaba sudando, con la cara pálida, y temblando. No tuvo más remedio que sentarse en el suelo, o se habría desplomado. Nos acercamos a él corriendo. Miramos su herida. Estaba realmente mal, como en ebullición. Había pasado el mordisco a la sangre. ¿Le habrían mordido en una zona sensible? No estaba tan mal como la mía. De hecho la mía simplemente parecía una herida normal. Me quedé desencajado, y entonces hallé la respuesta.

Me quité el medallón y se lo puse a él. Nos estuvimos fijando varios minutos en la herida, y dejó de bullir. Se calmó. Marc fue recuperando el aliento poco a poco.

– ¿Qué acaba de suceder?

– Mi medallón… te ha salvado.

Me fijé en mi herida. Seguía igual. No me afectó nada. No supimos lo que estaba pasando, pero dejé que Marc llevase el medallón un rato largo. Sentí el peso de las maldiciones que me habían puesto a lo largo de los años cayendo sobre mí. Akira enrolló su colgante en mi brazo. Eso apaciguó las maldiciones, pero no las impidieron llegar.

– Aguanta tú también. – me dijo Akira.

– No puedo… El odio me está… poseyendo…

 

 

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