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Capítulo I

 

Me desperté y levanté la persiana. Aquel día habría sido otro día más, si no hubiera sido porque era el día en que todo llegaría a su fin.

Me lavé la cara y miré el reflejo de mí misma. Donde antes hubo una muchacha alegre, había entonces una mujer desdichada. Me odiaba mí misma, mi aspecto, mi forma de ser. Mis ojos, mi nariz, mis labios, mi pelo. Todo a mi alrededor había conseguido que con el tiempo llegase a odiarme hasta que anhelase mi propia muerte. Aquel día ellos ganaron. Ese día acabaría con todo el odio y el sufrimiento que me atormentaban.

Fui a desayunar, con la falsa sonrisa que me caracterizaba. La única que se contentó de verme fue Sasha, sacando su juguetona lengua, moviendo su rabito y emitiendo un ladrido de alegría. El hombre al que supuestamente tenía que llamar padre dijo: «ya era hora», y mi madre agachó la mirada, callando, y aguantando la estupidez de aquel proyecto de hombre.

Leche con cereales, como siempre. Me vino un olor apestoso a alcohol. Procedía de Damián. No sabía si es que olía así de anoche, de esta mañana, o si había metido whisky en su leche. Algo asqueroso pero que no me habría extrañado viniendo de él. Mi madre no comió nada. Estaba en los huesos, famélica. Vestía jerséis gruesos para ocultar los moratones que el imbécil le hacía. Pero ella no se quedaba atrás. Era igual de tonta que él, por no defenderse. A mí me humillaba, pero no me quedaba otra pues tenía que vivir con ellos. Hace tiempo intenté huir de todo esto, pero las circunstancias me hicieron volver a casa. Un «amor» que me humilló de la misma forma que el marido de mi madre a ella. Maltrato, tanto físico como psicológico. Eso me hizo ver que por mucho que huyera de este entorno, volvería a mí, de una forma u otra. Había nacido para ser odiada, para ser maltratada y sufrir. Pero por fin alcanzaría la paz cuando acabase el día.

Desayuné, me vestí, mientras escuchaba mascullar palabrotas a Damián, unos jeans negros desgastados y una sudadera blanca con deportivas a juego, junto a mi abrigo y gorrito negros, y llamé a Sasha. Le puse el arnés y la saqué a pasear. Se me lanzaba encima constantemente. Se olía que algo malo iba a suceder. ¿Malo? Malo solamente para ella, que era la única que se preocupaba por mí, el único consuelo que tuve durante tres años. La acaricié. Papillón, pelo largo, orejas puntiagudas de color canela, pelo blanco con alguna manchita del mismo tono en el lomo y la cola, larga y llena de pelo, y ojos pequeños color marrón.

Caminamos en aquel día soleado hasta casa de mi abuela. Creía que llovería, pero ni siquiera el cielo estaría triste por mi muerte. Mi abuela me recibió con algo de indiferencia. Se alegró más por Sasha que por mí, pero Sasha no me quitaba el ojo de encima. Ella lo sabía, que sería el último día en que nos veríamos. La había llevado expresamente allí porque no confiaba en que Damián y mi madre la cuidasen. Habrían acabado abandonándola, o comiéndosela, conociendo al gilipollas ése…

Pasé cinco horas con ella, hablando de nada, comiendo allí, y mirando telenovelas absurdas. «¿Me la vas a dejar aquí?», me preguntó. Le dije que sí, un poco, hasta que volviera por la noche. No iba a volver.

Saqué mi móvil y observé la lista de amigos. Apenas diez contactos, con los cuales ni me hablaba, o me odiaban. Sólo una amiga, Silvia, a quien envié un mensaje. «Suerte con la carrera, y con Álvaro, espero que seas muy feliz. Hasta pronto.»

 

Al cabo de unos pocos minutos recibí una llamada suya. Estaría preocupada. Descolgué y le dije que todo estaba bien, que me entró un momento de sensibilidad puntual, y me apeteció decirle algo. Nos despedimos. Me notó triste, pero ni se imaginaba lo que acabaría sucediendo.

Volví a casa. Eran las seis de la tarde. Revolví entre mis cajas antiguas. Encontré varios diarios de cuando era más joven.

Era una chica alegre, extrovertida, no me preocupaba lo que pensase la gente, tenía confianza, y me preocupaba por los demás.

Pero aquella chica había muerto en vida. El tiempo y las circunstancias me volvieron insegura, retraída, débil y a quien todo el mundo manipulaba. Miré por la ventana. Ya era de noche. El frío calaba hasta los huesos. Me abrigué. Iba a morir, pero tampoco quería estar sufriendo más de lo necesario.

Salí a la calle. Ni me preguntaron a dónde iba. No les preocupaba lo que hiciera. Caminé y caminé. Una hora y tanto hasta llegar al lugar al que huía para estar sola y recluirme en mí misma y mis pensamientos. Un acantilado, junto a una playa discreta, con hierba encima de él sobre la cual me senté, y el mar en el horizonte. A unos pocos kilómetros había una isla con un faro, el cual iluminaba pobremente el lugar. Miré el oscuro cielo. La luna estaba llena. No me había percatado hasta ese momento. En ocasiones me sumergía en mis pensamientos mientras la contemplaba. Al parecer, ella sería la única que me acompañaría en mi fatídico fin. Su reflejo ondulado teñía plateado el mar. Respiré el aire frío una vez más, impregnando mis pulmones con el olor a salitre.

Había pensado en cortar mis venas, en tomar cantidad ingente de pastillas, pero no me atrevía a nada de aquello, y, además, podría sobrevivir. Pero aquel lugar me dio la respuesta a mi inquietud. Sólo un salto. Aterrizaría sobre el mar, me hundiría en él, y mis penas cesarían. Pensé que podría partírseme algún hueso si cayera contra alguna roca, pero si calculaba bien el salto tendría una muerte dulce, si es que no me aplastaba en la caída. Me mareé, aprensiva, pensando en el sufrimiento. ¿Y si, mejor, volvía a casa e intentaba luchar en una vida amarga e insípida? Pero pensé en lo que me esperaba al volver. Una lágrima se escapó de mi ojo izquierdo. Dudas me asaltaban. Tenía que despejarlas. Hundí mi cabeza entre mis brazos. Volví a mirar la luna. Las nubes la habían tapado. Ella también me había abandonado.

Me levanté y caminé decidida a acabar con todo. El sufrimiento y el dolor se apagarían por fin. Me quedé en el borde. Cerré mis ojos y apagué mis pensamientos. Adelanté el pie derecho para caer, y cuando mi cuerpo era vencido por su propio peso e iba a precipitarme hacia la muerte, algo me contuvo. Un pie en tierra, el otro elevado sobre el precipicio, y una fuerza impidiéndome caer, que me empujó hacia atrás. Un hombre cuya figura aparecía borrosa estaba de pie, delante de mí.

Las nubes se despejaron, la luna volvió a brillar; el mar volvió a iluminarse, y, en mi cuerpo, volvió a haber vida. Me habían salvado.

Y, ante mí, la figura del hombre se volvió nítida.

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